jueves, agosto 12, 2010

Han vuelto los tambores a Nelson Mandela

Hay que ayudar a Tarzán a reconstruir la selva. Los animales también aportarán lo suyo, y un día no muy lejano veremos al mono feliz, colgado del árbol más hermoso, como en las tardes inolvidables del cine y las revistas animadas. Qué tiempos aquellos. Los elefantes estaban seguros que vivirían cien años y el cocodrilo soñaba con ser el malo de la película. Pero el hombre llegó con una industria bajo el brazo, llegó derribando montañas, llegó a silenciar las cascadas, a derramar esquirlas y muerte al paraíso sagrado de las moscas, avanzó con su tenaza cortando, hiriendo, acorralando, se abrió paso entre el follaje dejando la suave marca del acero y la sonrisa de la pólvora; hizo camino de las flores, se aprovechó de la semilla, de la piedra, de la rama, rapó la mejilla del indio e instaló su reino aguas arriba, donde la luna de vez en cuando bajaba a beber y a conversar con las cenizas. Todo se convirtió en ciudad o campo ajeno, todo se lo llevó el cemento. Y aparecieron razas nuevas y nuevas enfermedades, nuevas miserias que venían de rincones poderosos, con mucha sangre y páginas de odio, con muchos rifles y cadenas recién pintadas. Tarzán entonces trató de hablar y fue acusado de herejía y declarado enemigo de Su Majestad y de los piojos de La Corona. A Jane le sucedió algo parecido, y debió correr a casa de su madre y esconderse bajo la cama para no ser encontrada. Del grueso de los animales nunca más se supo. Cuentan las malas lenguas como la fiera luchó en vano durante siglos, y los pocos ejemplares sobrevivientes tuvieron que huir muy lejos y así evitar el exterminio. El resto no corrió la misma suerte, cayeron en la trampa del marfil y del colmillo traicionero. Por otro lado el negro cambió de color y fue más claro hasta hacerse irreconocible. Otros se mantuvieron intactos, pero el destino los durmió en un sueño amargo, los sedujo en una feria de alacranes y acabó por retorcerse en cada uno de sus labios. Al tigre se le cayeron las muelas, el agua pensó en envejecer, la víbora nadó en su propio veneno, el ciervo y la polilla sólo deseaban la muerte. Y una mañana un grito sacudió la selva, se propagó hasta confundir la tierra, hasta pelar las tripas del más crudo de los chacales. Era Tarzán quien regresaba, Tarzán desde la liana de los años, Tarzán entre las canas de una jaula, venía para quedarse, venía cuchillo en mano a liberar las ataduras, a castigar los torsos blancos. Y ellos tuvieron que retroceder, tuvieron que tragarse sus propias pisadas, tuvieron que guardar sus trofeos, sus pieles, sus fotografías, mientras el cielo contemplaba emocionado y una canción se derramaba en la niebla: “Sonríe, niña, y oye los tambores, porque el sonido de mi llama ensangrentada está más verde y más vivo que nunca; sonríe, niña, sonríe, porque he sembrado en el huerto de mi alma, tu voz morena que florecerá por siempre”.

Mario Meléndez

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