domingo, mayo 29, 2011

A cuatro manos contra el fascismo

Las memorias del anarquista Victor Serge y la novela 'Por una causa justa' de Vasili Grossman cruzan dos visiones del totalitarismo estalinista durante los primeros años de la invasión nazi de Europa


El totalitarismo y el fascismo urdieron las vidas de Vasili Grossman y Victor Serge. Ambos fueron testigos de "la edad del trastorno de la conciencia humana", como la calificó este último a la convulsa primera mitad del siglo XX. Ambos fueron aplastados, a pesar de sus palabras que hoy retumban con más justicia que cuando fueron publicadas. Grossman tenía 15 años menos que Serge y fue detenido e interrogado por la Policía secreta estalinista, la GPU, por mantener contactos y colaborar con el escritor trotskista, tal y como cuentan Antony Beevor y Luba Vinogradova en Un escritor en guerra. Vasili Grossman en el Ejército Rojo. 1941-1945 (editado por Crítica).
Ese mismo año, 1933, era arrestado y encarcelado Serge por formar parte del partido Oposición de Izquierda y ser uno de los críticos más duros contra Stalin. Tanto Nadiezhda Almaz, prima y leal colaboradora de Grossman, como el mismo autor de Vida y destino, "tuvieron mucha suerte": ella fue condenada a un breve internamiento en un campo de trabajo y Grossman no resultó afectado. "Su suerte habría sido muy diferente si los interrogatorios hubieran tenido lugar cuatro años más tarde", escriben estos historiadores.
Serge, que formó parte de las luchas sociales europeas del siglo XX, desde el movimiento obrero belga al anarquismo francés, y pasó por la Barcelona insurrecta de 1917, donde trabó amistad con Ascaso, Durruti, Nin y Seguí, logró escapar en 1936 de la represión estalinista a Bruselas. Una vez en París, volvió a huir, cuatro años más tarde, con las tropas nazis pisándole los talones. Esta vez cruzó el Atlántico. Como él mismo se definió: un "exiliado político de nacimiento", que conoció las ventajas e inconvenientes del desarraigo.

La amenaza del sentido crítico

"El totalitarismo no tiene enemigo más peligroso que el sentido crítico; se dedica encarnizadamente a exterminarlo", escribe desde México en sus memorias Victor Serge, cuatro años antes de morir, en 1947, que ahora aparecen por primera vez en castellano, publicadas en la editorial Veintisiete Letras. "Yo escribía páginas de novela y no era por amor a la literatura: es preciso dar testimonio sobre este tiempo; el testigo pasa, pero puede suceder que el testimonio permanezca", reconoce. Serge, un testigo perseguido, primero, en la URSS, por atacar el régimen de Stalin y, luego, en Francia, por ser un hombre demasiado informado y amargo para los nuevos movimientos obreros.
Lo cierto es que las descripciones de Serge eran tan acertadas como terroríficas: "Europa se cubría de campos de concentración, quemaba o destruía libros, trataba al pensamiento por medio de la apisonadora, divulgaba, a través de todos sus altavoces, mentiras delirantes". El nazismo y el estalinismo acechaban al continente. Pedía que parara la sangre sobre "esa revolución asesinada". "Explíquenme ustedes la conciencia de los grandes intelectuales y de los jefes de partido occidentales que se tragan todo eso, la sangre, el absurdo, el culto al jefe, una constitución democrática cuyos autores son fusilados inmediatamente", exigía a sus críticos en Francia.
En estas extraordinarias Memorias de un revolucionario, en traducción de Tomás Segovia, Serge hace un repaso a su evolución ideológica a lo largo de medio siglo de Historia. Cuenta que a sus veintitantos años, camino de Rusia, quería una revolución libertaria, democrática, al margen de la "hipocresía y la vileza de las democracias burguesas", igualitaria, tolerante con las ideas de los hombres, y dispuesta al "uso del terror" si fuera necesario, aunque siempre rechazando la pena de muerte: "El socialismo era reformismo, parlamentarismo, doctrinarismo aburrido", escribe.
"Nos romperemos los puños, ¿por qué no? Vale más que pudrirse. []. En primavera huele a mierda y lilas". El desaliento de ver morir a su hermano por hambre le convirtió en un precoz entusiasta de la insurrección contra el orden que oprimía a los trabajadores. Pero los acontecimientos se suceden y merman la creencia del escritor en el ser humano, mientras protegía sus ideales de la desconfianza. "El único problema de la Rusia roja de 1917-1927 fue que no supo plantear el tema de la libertad, la única declaración indispensable que el Gobierno soviético no hizo fue la de los Derechos del Hombre".
Atrás dejaba su revolución, con la seguridad de que cuando se busca la verdad se encuentra. Sólo hay que aclimatar el ánimo a los descubrimientos para soportar las decepciones, amparados bajo la máxima que cierra sus escritos: "No renunciar jamás a defender al hombre contra los sistemas que planean la aniquilación del individuo".

La posición del testigo

El escritor es aquel que no deja perderse nada, porque siempre hay algo que salvar. En este caso, Serge denunció la transformación en un despotismo implacable la revolución por la que había luchado; Grossman tarda en aceptar la transformación como demuestra en Por una causa justa (que publica Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores), que arranca con los acontecimientos en abril de 1942, con la entrada de las tropas nazis en territorio ruso. Más tarde vendría la lucidez y la ira contra aquel régimen despótico en Vida y destino, centrada en la batalla de Stalingrado.
Quizás, como escribía Serge, todavía le duraba la ceguera de la construcción de una sociedad nueva con sus propias manos: "La guerra sorprendió a las masas populares en la peor confusión de sentimientos y de ideas".
A pesar de las duras purgas que sufrió en su propia familia, Grossman tenía un motivo por el que perder la perspectiva, el orgullo: "Krímov intuía que, para aquellos jóvenes, la idea prerrevolucionaria de la propiedad privada se les aparecía como algo escandaloso e inimaginable []. Ya en los primeros días de la guerra, Krímov comprendió que los fascistas alemanes, en su arrogante ceguera, trataban a los soviéticos con una crueldad increíble, con burla, desprecio y altanería. []. Las personas educadas en los valores del internacionalismo sintieron en sus carnes el desprecio y la soberbia de los invasores".
La novela apunta hacia la propaganda y la caricatura demagógica, en casos como cuando se cuela en la conversación entre dos oficiales alemanes: "Lleva usted razón: hemos recorrido esos dos mil kilómetros sin recurrir a la moral. []. Y sólo ahora, en el momento de la victoria, he comprendido que nuestra lucha se libra más allá del bien y del mal. La idea de la fuerza alemana ha dejado de ser una entelequia para convertirse en verdadera fuerza. Una nueva religión, cruel y deslumbrante, hizo su entrada en el mundo y eclipsó la moral de la misericordia y el mito de la igualdad internacional". Parecería escribir con la peligrosa sombra de la censura.
Grossman pone todas sus capacidades en ilustrar las miserias del fascismo, olvidando las propias. Para el periodista, el fascismo pretendía "subyugar la razón, el alma, el trabajo, la voluntad y los actos del hombre", tal y como escribía Serge sobre el estalinismo en los mismos años. Por momentos, la mano se le hace panfleto cuando resume las consecuencias de la Revolución: "Si aquella luz encendida en Rusia hubiera tenido un equivalente en ondas electromagnéticas, los astrónomos de otras galaxias habrían detectado en 1917 una nueva estrella cuyo resplandor iba en aumento".
Sólo aflora un ligero sentido crítico, muy soterrado, al sentar a sus más de 200 personajes a la mesa. Entonces llega la desdicha, la escasez y el hambre. Y lo inevitable: una abuela ligeramente mareada, fatigada, con los pies hinchados, al borde del colapso por trabajar desde el alba, sin nada en el estómago. O el soldado que no come su ración de chocolate porque lo guarda para sus hijos, que no saben ni cómo es el chocolate. "Para cuando vuelvas a verlos, el chocolate se habrá agriado", le avisa un compañero. "No te preocupes, no le harán ascos", responde.
PEIO H. RIAÑO  www.publico.es

Sherlock... buscando pistas

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