Groucho Marx

Groucho Marx
Memorias de un amante sarnoso

El genial Groucho no necesita presentación -es Él,
el Marx por excelencia-, máxime en una obra con
originalísimas connotaciones autobiográficas.
Así, la propia explicación inicial: ‘Escribí este
libro durante las interminables horas que empleé
esperando a que mi mujer acabara de vestirse para
salir.
Si hubiera andado siempre desnuda, nunca habría
tenido la oportunidad de escribirlo’.
Al final de una tan rápida como divertida sucesión
de breves narraciones, llegaremos a la misma
conclusión que el autor: De haberlo querido pudo
haber sido un magnate de los negocios, un jefe en el
Ejército, un Hammlet en el teatro y tantas otras
cosas, pero desde su más tierna infancia quedó
señalado por un destino erótico.
Y nuestra sonrisa se acentuará cuando pensemos
también ‘en los airados maridos y las ninfomaníacas
que tuvo que esquivar con mayor o menor fortuna’.
Memorias de un amante sarnoso
“Escribí este libro durante las interminables horas
que empleé esperando a que mi mujer acabara de
vestirse para salir.
Si hubiera andado siempre desnuda, nunca habría
tenido la oportunidad de escribirlo”.

PRÓLOGO ADVERTENCIA

De sobras sé que el título de este libro es
capcioso, pero lo cierto es que hay mil modos de
vender un libro, como los hay de deshollar un gato.
Claro que no existe ninguna relación entre ambas
cosas...
sin embargo, tenía yo una tía que siempre decía que
existen mil modos de deshollar un gato.
Un buen día, bajo una ola de calor que se abatía
sobre el East Side de Nueva York, cedió a sus
impulsos y no tardaron en llegar unos hombres
vestidos con batas blancas que se la llevaron,
mientras aún sostenía el pellejo del gato.
Fue un espectáculo poco ameno.
Por otra parte, parece que mi tía no andaba muy
equilibrada.
Quienquiera que compre este libro habrá de
considerarse expoliado si se ha dejado engatusar por
el título.
Yo bien quisiera haber escrito un buen libro erótico
que motivara un escándalo mayúsculo.
Es indudable que lo que más excita las apetencias
literarias del lector, es saber que el autor ha sido
encarcelado por sobreexcitar la libinosidad de
millones de compatriotas.
Descartada, pues, la cuestión sexual, vamos a ver de
qué otras cuestiones podemos ocuparnos.

PRIMERA PARTE

L.AMOUR COMO DIVERSIÓN
1.
¡BENDITA DIFERENCIA!

Hasta cumplir los cuatro años no establecí
diferencia alguna entre los sexos.
Iba a escribir ‘entre los dos sexos’, pero ahora se
dan tantos matices, que si alguien dice ‘los dos
sexos’ se expone a que los amigos le consideren un
caduco anacrónico y se pregunten en qué caverna
habrá vivido uno en las últimas décadas.
Mi primera visión de un ignoto mundo de ensueños
tuvo lugar con ocasión de la visita que hizo a mi
madre mi única tía, mujer adinerada y de sugestivos
encantos.
Estaba casada con un famoso actor de vodevil, y,
aunque todavía era joven, había viajado mucho,
perdiéndose en más de una ocasión.
Tenía el cabello rojo y los tacones altos, y unas
formas ondulantes que se acentuaban donde deben
acentuarse las formas.
(Lamento que mi extremada juventud me impidiera
concertar con ella una cita).
Su presencia llenó la casa de una exótica fragancia
evocadora de insólitas tentaciones, que más adelante
identificaría con el aroma característico que se
percibe en todos los burdeles.
Naturalmente, en aquellos momentos, desconocía
enteramente lo que excitaba mis pituitarias, por lo
que, en mi candor, lo califiqué de mágico efluvio.
Sin embargo, fuera lo que fuera, resultaba
inquietante, y, desde luego, se apartaba mucho de
cuanto había olfateado hasta entonces.
En nuestro cochambroso piso, yo estaba acostumbrado
a los olores de cuatro hermanos reñidos con la
higiene, combinados con los de las cotidianas coles
hervidas y los procedentes de las emanaciones de la
estufa de petróleo.
Pero, en aquel instante, allí estaba yo aspirando el
penetrante perfume de todas las eras: una fragancia
que hacía temblar a los más robustos de frenética
apetencia y que hacía que los débiles lloraran de
desesperación.

Mi tía era una mujer muy guapa y al mirarme esbozó
una sonrisa de admiración.
Luego, se volvió hacia mi madre y le dijo:
—¿Sabes, Minnie, que Julius tiene los ojos pardos
más hermosos que he visto en mi vida?
Hasta entonces, jamás había concedido yo la menor
atención a mis ojos.
Bueno, sabía que era miope, pero nunca se me había
ocurrido pensar que mis ojos tuvieran algo de
extraordinario.
Consciente, pues, de mis recién descubiertos
encantos, alcé desmesuradamente las cejas y miré
fijamente a mi tía.
Ella no volvió a mirarme, pero yo continué con los
ojos clavados en ella, con la esperanza de conseguir
un nuevo elogio.
Todo fue en vano; estaba muy ocupada chismorreando
con mi madre y, al parecer, se había olvidado por
completo de mí.
Seguí moviéndome, de aquí para allá, por delante de
ella, con la esperanza de que hiciera algún nuevo
comentario sobre mis hermosos ojos pardos.
Al cabo de un rato empezaron a dolerme los ojos a
causa del continuado esfuerzo, y aquel perfume tan
penetrante empezó a marearme.
Me veía incapaz de atraer sobre mí su atención, y,
en cambio, ansiaba otra frase elogiosa sobre mis
bonitos ojos, así que me puse a toser.
Pero no con una tos ligera y discreta, sino con una
tos profunda y cavernosa que hubiera hecho palidecer
de envidia a la propia Dama de las Camelias.
Tanto tosí que se me levantó un espantoso dolor de
cabeza, sin que, por otra parte, lograra despertar
en ella la menor muestra de interés.
Al fin hube de darme por vencido y bajo la aflicción
de mis muchas dolencias, salí de la estancia,
aturdido y febril, aunque enteramente feliz ante el
primer piropo que recibí de labios de una mujer...
a pesar de que éste fuera sólo un comentario casual
de mi tía.
Hubo de pasar mucho tiempo antes de que un día,
mirándome al espejo, descubriera que tengo los ojos
grises.

2.BANDADA DE PICHONES; DESBANDADA DE AMANTES...

Hace ya muchos años, cuando era joven y célibe, me
volvía loco por las chicas.
Esto no constituye una rareza, especialmente en un
muchacho señalado por el destino como maníaco sexual
en potencia.
La verdad es que, cuando a un hombre joven no le
gustan las chicas, lo más probable es que algún
psicoanalista acabe por decirle (después de cuatro
años, a treinta y cinco dólares la sesión) que está
enamorado de su padre o de su madre...
o del vecino de enfrente.
Nunca he comprendido la sugestión que puede entrañar
algún aspecto de este triángulo para un hombre joven
(ni aun para un viejo), y, por otra parte, todos
sabemos que la sociedad desaprueba cualquier tipo de
anormalidad sexual.
Así es que aconsejo a los adolescentes que empiecen
a perseguir a las chicas el mismo día en que
empiecen a vestirse por sí mismos, y que desdeñen
cualquier veleidad que no haría más que llevarles a
la ruina física y moral, perjudicándoles incluso en
su carrera política, ocasionalmente.
Afortunadamente, yo sólo me interesaba por las
chicas y por mí mismo, y, por si esto fuera poco,
andaba de bolos con una compañía de vodevil en la
que figuraban ocho muchachas excepcionalmente
atractivas.

Dado que sólo éramos cuatro hermanos, teóricamente
tocábamos a dos chicas por hermano (no hace falta
ser un lince para sacar las cuentas).
A mí no me interesaba más que una, de modo que
quedaban siete chicas para tres hermanos.
Al decir que sólo me interesaba una chica, no
significo que me interesase de un modo permanente.
Todo mi interés se limitaba a llevármela a mi
habitación.
Ella era un auténtico bombón: pelirroja, sinuosa, y
encantadora, cuando, como de costumbre, me dedicaba
su adorable sonrisa.
Cierta noche, después de la representación,
estábamos sentados en la cafetería del hotel.
Casualmente, como si fuera una ocurrencia, cuando en
realidad la acción estaba planeada desde hacía
varias semanas, me volví hacia ella y le dije:
—Gloria, ¿te apetece subir a mi habitación a beber
unas copas de champán? Es nacional, pero apenas se
nota la diferencia.
—Champán nacional -murmuró-.
¡Con lo que a mí me gusta! Aunque no lo creas,
precisamente ayer leí un artículo en el “Tribune” de
Minneápolis, en el que un experto afirmaba que, en
la mayoría de los casos, el champán nacional es
superior al de importación.
Aún no había dicho que subiría a mi cuarto, pero su
súbito entusiasmo por el champán nacional me
inclinaba a la convicción de que no tardaría en
cubrir de caricias a aquel encanto de criatura.
Me relamía ante la perspectiva.
Desde luego, cualquiera hubiera dicho que tenía ya
ganada la partida.
Pero, desgraciadamente, esto estaba muy lejos de ser
cierto.
La principal dificultad consistía en lograr que
llegara a mi habitación.
Hacer que pasara ante el conserje, era sencillo.
Lo más difícil era sortear a los detectives del
hotel.

Aquellas sabandijas rondaban por todas partes, desde
el ocaso hasta el alba, fisgando por las cerraduras
y escuchando a través de las puertas, al acecho de
ruidos sospechosos.
Los de la farándula éramos siempre sospechosos y si
un polizonte del hotel oía una voz femenina en la
habitación de un hombre, no tardaba en aporrear la
puerta gritando:
—¡Haga salir de ahí a esa mujer, antes de que sea
peor!
Yo tenía una bonita habitación, con un balcón sobre
la bahía.
Para evitar sospechas, dije a Gloria que tomara el
ascensor hasta el piso nueve, donde dormía con otra
chica, y que subiera luego a pie hasta el piso
siguiente, donde yo estaba.
Por mi parte, para despistar, tomé la escalera de
servicio, cubriendo materialmente al galope los diez
pisos.
El pensamiento puesto en Gloria y sus gloriosas
formas, fue el motor que me prestó el aliento para
tamaña proeza libido-deportiva.
Había dado a la chica mi llave duplicada, de modo
que, por fin, nos reunimos en mi alcoba palpitante
de emoción (por lo menos yo).
¡Qué triunfo! ¡Qué panorama se ofrecía ante mí! ¡Me
sentía cual Napoleón cruzando los Alpes o como Mac
Arthur caminando sobre las aguas!
Hacía un calor horroroso y, después de cerrar bien
la puerta y pasar el pestillo, corrí a abrir el
balcón, haciendo gala de un estilo digno de Rodolfo
Valentino, aunque parece ser que éste vivía siempre
en tiendas de campaña sobre las arenas del desierto
(que nunca estaba tan desierto).
La cosa marchaba como sobre ruedas.
El champán era increíblemente bueno, sobre todo si
se tiene en cuenta que su vejez no alcanzaba las dos
semanas.
Mientras nos acomodábamos en el sofá entre lúbricas
miradas, acertó a penetrar por el balcón una pareja
de pichones.

Me pareció entonces un toque de efecto muy oportuno.
Ellos se arrullaban y nosotros también.
Aparte de mis zapatos y el puro que me estaba
fumando, apenas había diferencia entre las dos
parejas.
Mientras Gloria y yo iniciábamos un movimiento de
aproximación, entró otra pareja de palomas.
Y luego, otra.
Al principio, se posaron sobre la balaustrada del
balcón, arrullándose y dándose el pico.
Como experto aficionado a los pájaros, comprendía
muy bien que sus murmullos apuntaban a objetivos
idénticos a los míos.
Al cabo de un rato, la balaustrada estaba cubierta
de palomas, y, poco después, las más audaces
recorrían con sus vuelos el ámbito de mi habitación,
en busca de un rincón tranquilo donde anidar.
Todo el mundo sabe que la práctica del amor
constituye una experiencia aleccionadora, pero la
afluencia de palomas era ya tal, que hacía imposible
la realización de práctica alguna.
El dormitorio entero se había convertido en un
palomar y nuestra supervivencia clamaba
imperiosamente.
Dejé de hablar a Gloria y empecé a dirigirme a los
pichones, con voz suave y persuasiva, en su propio
idioma.
No sirvió de nada, en vista de lo cual solté unos
cuantos alaridos.
Debieron de tomarme por un pajarraco antipático,
pero, sin prestarme mayor atención, prosiguieron en
sus naturales actividades.
Comprendí entonces que si no expulsaba a aquellos
avechuchos de mi dormitorio, iban a resultar
estériles mis esfuerzos y mi botella de champán.
Así, pues, volviéndome hacia Gloria, le dije:
—Palomita mía, ¿por qué no pasas un momento al
cuarto de baño?
Mi sugerencia sorprendió a la chica, que se mostró
ofendida, hasta cierto punto, con razón.

Nuestras relaciones no habían llegado aún a esa
intimidad que nos permite indicar a nuestra amante
que vaya al cuarto de baño.
—¡Oye, monín! -me contestó-.
¡Soy bastante crecidita para saber cuando tengo que
ir al lavabo...
y ahora no es el momento!
—En bien de los dos -repliqué- te ruego que pases un
momento al lavabo.
—Pero ¿qué diablos te propones al pretender que me
meta en el cuarto de baño?
En aquel momento, una paloma en vuelo rasante me
rozó una oreja.
La eché un viaje, pero marré el golpe.
—Oye, amor mío, te quiero mucho -alegué
desesperadamente-, pero ya puedes ver que así no
vamos a ninguna parte.
Las palomas nos han invadido la habitación y tengo
que recurrir a los detectives del hotel.
Estoy seguro de que no es la primera vez que sucede
esto y de que ellos tendrán prevista la solución del
problema.
Gloria gruñó suspicaz, pero, empuñando la botella de
champán con gesto altivo, hizo mutis por la puerta
del lavabo con toda majestad.
A los cinco minutos, acudieron los pies-planos, que,
sin decir palabra, cerraron el balcón, se quitaron
las chaquetas y empezaron a ahuyentar a los
plumíferos y sus consortes.
Los seguí con la mirada mientras corrían y saltaban
pasillo adelante.
Parecían dos pajarracos de mal agüero persiguiendo a
sus presas.
No llegué a saber cómo se las compondrían para
expulsar a los pichones del hotel.
Tal vez no llegaron a hacerlo.
Acaso pasaron a la cocina, para incorporarse al menú
del día siguiente.
En cualquier caso, lo que yo quería entonces era ver
desaparecer a los detectives y ver aparecer a
Gloria.

Di unos golpecitos en la puerta y murmuré:
—¡Abre cariñito! ¡Ya puedes salir!
Apareció demudada y dijo, en un suspiro:
—Estoy malísima...
me voy a mi cuarto.
Será la última vez que huela siquiera el champán
nacional.
Y aquélla fue la última vez que tuve junto a mí a
Gloria, salvo en el escenario, entre otras siete
chicas y tres hermanos.
“Sic transit Gloria!”


3.
CITA CON UNA DESCONOCIDA...
...O MÁS VALE ESTAR SOLO...

Me hallaba en Nueva York, solo, apuesto y elegante,
y cargado de malas intenciones...
que son las buenas.
Pero llevaba mucho tiempo ausente de Manhattan y en
mi librito de notas no figuraban más teléfonos que
los de algunas viejas glorias.
Con todo, después de hojear sus amarillentas
páginas, decidí llamar a uno de aquellos números.
El primero que elegí correspondía a un primor de
muchacha que respondía por Madeleine.
La recordaba vagamente: diecinueve años, 36-24-36, y
de piel suave y tierna como la del melocotón.
(La verdad es que jamás vi a mujer alguna con piel
de melocotón, pero como la imagen es más bien
suculenta, no veo por qué he de desecharla.) Marqué
el número emocionado, impaciente por oír la
cantarina voz que en otros tiempos me recordaba las
campanillas de los aleros japoneses.

(He de confesar que lo único que me ha movido ha
hacer esta comparación es que hace pocos días que he
visto una reposición de “Treinta segundos sobre
Tokio”.
Pero, no hablemos de la guerra.
Es un tema desagradable y además ha sido ya bastante
manoseado).
No tardaron mucho en responder...
pero, ¡qué decepción...
adiós mis campanillas del Japón! La voz que hirió mi
oído despedía un tufo a vino espantoso.
Sin saber cuál sería su apariencia, me figuré que su
propietario había de ser una especie de gorila, de
espaldas cuadradas, dedicado al camionaje de
verduras del mercado central.
De cualquier modo, estaba demasiado atónito para
preguntarle por la linda Madeleine.
Porque de esto sí que estaba seguro: no era
Madeleine.
Y si se trataba de ella, no creo que hubiera gozado
mucho en su compañía.
Probé otros cuatro números.
Dos de las chicas a quienes llamé, es triste
decirlo, pero habían dejado ya de serlo.
Se daba el curioso fenómeno de que se habían hecho
mayores, y tenían maridos y niños, y pañales mojados
y bragas impermeables (no me refiero a ellas, claro,
sino a los niños).
En el tanteo de los chascos llevaba, por el momento,
tres seguros contra dos probables.
Le llegó entonces el turno a Prudencia.
Recordaba la memorable noche que pasé con ella en un
taxi y de qué forma traicionó a su nombre con su
comportamiento.
Se puso al teléfono su madre, que no paró de hablar
en quince minutos, sin saber aún ni quién era yo.
Me contó que su hija había salido en gira artística
con una compañía de variedades.
—Tendría usted que verla -me dijo-.
Aunque me esté mal decirlo, mi niña es lo mejor del
espectáculo.

Claro que en tierra de ciegos...
La coletilla no resultaba, en verdad, muy
estimulante.
Pero la buena señora no me dio tiempo para meditar y
siguió con su cháchara:
—En cualquier caso -me dijo- si quiere ponerse en
contacto con ella, me sé de memoria su ruta.
De Waterloo, iba a Dubuque, Cedar Rapids, Grand
Forks, Fargo, Upper Sandusky, East Liverpool y, para
terminar, tres días en San Diego.
Todo un viaje -añadió con orgullo-.
Van en dos autocares, uno para el elenco y otro para
el vestuario y la decoración.
¿Conoce la escena en que aparecen como doncellas del
Ejército de Salvación? Bueno, el caso es que figura
que son doncellas, ya sabe...
—¿De veras? -comenté-.
Ignoraba este detalle...
—Sí, -me interrumpió-, en la escena salen doce
chicas, pero, aunque me esté mal decirlo, Prudencia,
mi hija, era la única que aparentaba conservar la
virginidad.
Recordé entonces a Prudencia en la noche del taxi y
resumí que si ella era virgen, Juana de Arco debió
ser recaudadora de contribuciones.
La bruja seguía emitiendo desarticuladas
insensateces, sin aparentes intenciones de acabar,
así que, suavemente, colgué el aparato.
Llamé entonces a Celia, el último número que
figuraba en mi menguada lista.
Llevaba invertidos cincuenta centavos en llamadas
telefónicas.
Me acordaba muy bien de Celia.
Menuda, con lentes de contacto, caderas pronunciadas
y busto suficiente para las más ansiosas exigencias.
Era muy mona, pero, desgraciadamente, se las daba de
intelectual.
Vivía en Greenwich Village y nunca iba a parte
alguna, ni siquiera al cuarto de baño, sin llevar
consigo un grueso volumen, encuadernado en piel, de
las obras completas de Shakespeare.

No sentía demasiado entusiasmo por esta última
tentativa, pero cualquiera que se hubiera hallado
como yo, solo en el cuarto de un hotel, contemplando
cómo la lluvia batía en la ventana, mientras de la
calle llegaban los bocinazos de los taxis, que me
hacían pensar en felices parejas que corrían a
encerrarse en sus respectivos nidos...
cualquiera, digo, hubiera sentido también la
urgencia de abandonar aquel departamento del
Chrysler Building, para ir a caer en los acogedores
brazos de Celia.
Pero aquella última llamada no dio más resultado que
una monótona serie de zumbidos.
Celia no debía de estar en casa, y si estaba,
probablemente hacía algo en lo que no quería ser
interrumpida.
Solitario y sin esperanzas, decidí ir a cenar al
Colony.
Me vestí rápidamente y, en mi prisa, se me cayeron
los lentes, los pisé y los dejé hechos polvo.
Por suerte, llevaba las gafas de sol, con las que
apenas veo más que un ciego.
En cambio, el maitre pareció reconocerme, pues, al
momento me aposentó en una mesa próxima a la cocina.
Al igual que ocurre en todos los buenos
restaurantes, el servicio del Colony era lento y
deficiente, de modo que cuando me trajeron el
consomé, me había leído el menú cuarenta y seis
veces.
Aún hoy soy capaz de repetirlo de memoria, palabra
por palabra, con los correspondientes precios.
(Filete de lenguado con salsa de crema...
4,25 dólares.
¡Auténtico!
¡Cuando por dólar y medio puede comprarse toda una
ponchera llena de doradas y comida para mantenerlas
un año entero...!) Aburrido, de estar allí sentado,
no me percaté de lo poco amena que me resultaba mi
propia compañía.
Me sé de memoria cuanto suelo decir de vez en
cuando, y no estaba de humor para oírlo una vez más.

En el transcurso del pescado, para distraer mi
pensamiento de los precios, traté de flirtear con
una atractiva joven que se sentaba de cara a mí a
ocho mesas de distancia.
La miré insistentemente, haciendo gala de mi
expresividad: sardónico, complaciente, enigmático,
interesado...
Estaba justamente demostrando esta actitud, cuando
una espina acertó a atravesarse en mi garganta.
El mozo del comedor, tan robusto como obsequioso, me
estuvo golpeando en la espalda durante cinco
minutos, hasta que, por fin, la espina cayó buche
abajo, con destino previsto.
—Basta de comida -dije-.
Tráigame la cuenta.
Mientras iniciaba la retirada, eché una última
mirada a la adorable criatura que estuvo a punto de
ocasionar mi prematura defunción.
Casualmente, pasaba entonces ante su mesa y apenado
comprobé que todos mis esfuerzos habían sido en
vano.
El objeto de mis atenciones resultaba ser una
anciana dama semioculta tras un espeso bigote.
Creo que es poco aconsejable flirtear llevando gafas
de sol.
A pesar de haber ingerido varias pastillas de un
acreditado somnífero, dormí a pierna suelta toda la
noche.
Y no soñé en fabulosos palacios, sino en una chica,
artista de variedades, que leía fragmentos de
Shakespeare a un mozo de comedor del restaurante
Colony, mientras una venerable anciana de recio
bigote danzaba por las calles de Greenwich Village
con un conductor de camión al que llamaba
tiernamente Madeleine.
A la mañana siguiente, el destino vino en mi
socorro.
Un antiguo actor, fracasado estrepitosamente en el
teatro, se había enterado por la prensa de que
estaba en la ciudad y me llamó para darme la
bienvenida.

Comentó luego que se hallaba en la cúspide del éxito
como industrial de la moda y me preguntó si podía
hacer algo en mi favor.
Aquéllas eran las palabras más deliciosas que podía
yo oír, del lado de acá del Paraíso.
Hacía años que no veía a aquel tunante, pero, si no
recordaba mal, era fino de paladar en materia de
hembras.
Y ahora que se dedicaba a vestir mujeres, había de
conocer a las más suculentas modelos de Nueva York.
¿Que si podía hacer algo en mi favor? ¡Vaya
pregunta!
¡Nunca olvidaría aquellas palabras!
Me preguntó qué hacía en la gran ciudad y,
sinceramente, le respondí:
—Nada.
Bueno, tuve que aclararle que comía y dormía, pero
que no había llegado hasta Nueva York para comer y
dormir.
Por lo menos, no solo.
Para ello, me hubiera ido a Chillicothe, en Ohio, y
seguro que lo hubiera hecho mejor.
Lo que yo andaba buscando era compañía: una muchacha
atractiva y discreta, que estuviera pendiente de mis
menores palabras y mis mayores deseos.
No creo que captara el sentido exacto de mis
palabras, pero su instinto no le engañó.
—Dicho de otro modo, -dijo-, que quieres una tía.
Acepté sin reservas el parentesco propuesto y mi
amigo prosiguió:
—¡Haberlo dicho antes! ¡Sé de una que te dejará
maravillado! ¡Es contundente! ¡No tiene desperdicio!
Claro que no es demasiado inteligente, pero si lo
que quieres es conversación, podría presentarte a un
profesor de la Universidad de Columbia, persona muy
erudita, de unos cincuenta años.
—¡Vamos, bribón! -le interrumpí-.
¡Déjate de rodeos y de bromas pesadas y ve al grano.
¿Cómo y cuándo puedo ir al encuentro de ese encanto
de nena?
—Ahora estará trabajando.

¿Te parecería bien recogerla esta noche a las siete
en el vestíbulo del Plaza?
—¡Estupendo! -y añadí-.
Pero, a lo mejor, hay más de una chica en ese
vestíbulo.
¿Cómo la conoceré? ¿Llevará una flor prendida en la
oreja?
—¡No te preocupes, Groucho! -dijo riendo-.
¡Seguro que la reconocerás!
¡Será la más apetecible que puedas ver!
Bueno, aquello era suficiente para mí.
Después de desayunar fui a que me arreglaran los
lentes, y tras de almorzar, me sometí a masaje,
afeitado, corte de pelo, manicura y una hora de sol
artificial.
Me habían aconsejado que no estuviera bajo la
lámpara más de quince minutos, pero yo quería
asegurarme una apariencia atlética y heroicamente
resistí sus efectos durante una hora.
Cuando me sacaron de allí, me desmayé.
Llamé a la reventa y encargué dos butacas para ver
‘La muerte de un viajante’, pasillo central.
No había visto la obra.
Sabía que no era muy divertida, pero mi padre fue un
viajante sin fortuna y sentía curiosidad por ver si
el protagonista de la ficción era tan desgraciado
como mi viejo.
Cuando llegué al Plaza sin medios de identificación,
pensé que lo mejor sería obrar con cautela.
Vi una serie de chicas guapas que entraban y salían,
pero, desgraciadamente, iban casi todas acompañadas.
Miré hacia arriba y allí, de pronto, advertí una
criatura exquisita que se agitaba frenéticamente,
haciéndome señas de que subiera al entresuelo.
Al acercarme observé que estaba acompañada por un
joven bajito vestido con exagerada elegancia, y que
lucía más joyas que las que suele llevar el promedio
de las mujeres.
Se me hace difícil describir su tocado por falta de
práctica en la materia.

Llevaba un traje de lamé de oro, sandalias doradas
por las que asomaban las uñas esmaltadas en granate
y coronando su cabeza de cabello rojo-llama, un
tinglado de hilos dorados de notable volumen.
Viendo aquello, pensé para mi coleto.
‘Con esa estructura conectada a una emisora podría
hablar hasta con Moscú y le diría a Kruschev lo que
pienso de él’.
Después de examinarla detenidamente, empezaba a
sentirme inquieto acerca de aquella aventura
emprendida a ciegas.
Además, me sentía molesto por la presencia de su
singular compañero.
Me preguntaba quién podía ser aquella especie de
enanito.
¿Sería su padre?
¿Su madre? ¿Su hermano? ¿Tal vez su amante? Mientras
me hallaba en estas meditaciones, ella misma
resolvió el enigma.
—Te presento a Cecil de Vere, mi compañero de baile,
-dijo inesperadamente.
Me incliné cortésmente.
Pero, bueno, ¿es que íbamos a pasar toda la noche
juntos los tres?
—¿Compañero de baile? -repetí.
Ella debió advertir la apenada expresión de mi
rostro.
—Perdona, pero ¿no eres tú la modelo que me
recomendó Sam Barnie para salir esta noche?
Se echó a reír y dando una amistosa palmadita a su
compañero, me explicó:
—Cecil y yo hemos estado bailando esta tarde en un
concurso que celebraban en El Morocco.
¡Hemos ganado el primer premio! ¡Una botella de
champán de dos litros!
Aquello me pareció muy bien.
Bravo, champán para todos.
—¿Dónde está? -pregunté.
—¡Ah! -rió-, la hemos vendido para repartirnos el
dinero.

Es lo que siempre hacemos con los premios que
ganamos.
La semana pasada ganamos un fox-terrier, primer
premio de twist.
—¿De veras? ¿Tan bien bailaba el perro?
—¡No, tonto! -y me propinó un cariñoso sopapo que me
hizo perder el equilibrio-.
“Nosotros” bailamos el twist.
Los perros no practican danza moderna.
—Comprendido -dije-.
Pero ahora despide a ese lechuguino y nos iremos a
cenar -añadí en voz baja.
Se volvió hacia aquel proyecto de hombre y sin más
circunloquios le dijo:
—Hasta mañana, Cecil.
Nos veremos en El Morocco.
¡Bay bay!
Cecil se inclinó, me tendió una mano flácida y se
escabulló.
—Luego iremos al teatro -dije a mi hurí cuando nos
quedamos solos-.
¿Prefieres que cenemos en algún sitio determinado?
—Eres un encanto -sonrió-.
Estoy en tus manos.
Sin poderlo evitar, comenté interiormente: ‘Ahora,
no, pero, más tarde, ya veremos’.
Y me hizo tanta gracia mi propio ingenio que por
poco se me caen las gafas otra vez.
Ya en la calle, paré un taxi.
—Llévenos a Moore.s Chop House.
El Moore.s es un famoso restaurante del centro de la
zona de los teatros, y lo elegí porque, desde allí,
llegaríamos en seguida a nuestro espectáculo.
Pero, lo que había olvidado es que el restaurante en
cuestión es seguramente el más iluminado de todos
los neoyorquinos.
Mi pareja era una chica muy alta y con su antena
dorada debía pasar del metro noventa.
Yo mido un metro setenta, de modo que debíamos
formar una extraña pareja mientras nos acercábamos a
nuestra mesa.

¡Habrá quien presuma de ser blanco de todas las
miradas!
En cuanto entramos en el local se produjo un
silencio estremecedor.
La gente dejó de comer y de beber, y concentró toda
su atención en el insólito aspecto que
presentábamos.
Me había olvidado ya de su llamativa apariencia.
Su tocado hubiera causado sensación en una revista
musical, pero resultaba fuera de lugar en aquella
sala, llena de luz y de gente elegante.
Si me hubiera dejado arrastrar por mis impulsos, me
habría deslizado bajo la mesa y hubiese cenado allí.
Pedí unos cocktails y traté de iniciar una
conversación.
Pensé que, así, tal vez me olvidaría de mi triste
situación.
—¿No has estado nunca en el Campo del Polo? -
aventuré.
—No -respondió, sacudiendo la antena.
No sentía el menor interés por el polo.
Parece ser que había salido mucho con un
internacional de este , pero que acabaron por
disgustarse por la preferencia que éste demostraba
por los caballos.
—Le previne -aclaró-.
Cierto día le dije: Foxhall, si crees que la
compañía de un asqueroso caballo es mejor que la
mía, puedes irte ahora mismo al diablo.
Supongo que debí herir sus sentimientos, porque
desde entonces no he vuelto a saber nada de él.
—Es probable que siguiera tu consejo y se halle
ahora en el infierno.
-Y mientras lo decía, ponderaba lo desventajoso de
mi propia situación.
Traté luego de explicarle que en el Campo del Polo
acostumbran a jugar a beisbol y me respondió que
nunca había presenciado un partido, pero que siempre
le había parecido que el beisbol era una estupidez.
Visto el éxito, probé de tocar otro tema.
—¿Dónde vives?

—En Seattle.
—Eso está algo lejos, ¿no?
—Oh, no, yo paso allí siempre los fines de semana.
—Ha de resultar algo caro para las posibilidades de
una modelo -comenté casualmente.
—En mi caso, no -sonrió-, porque yo tengo en Seattle
un amigo que me paga el viaje en avión.
No me cabía ya duda de que Sam Barnie me había hecho
objeto de una broma de mal gusto.
¿Quién hubiera sido capaz de suscribirse a tal abono
semanal?
Por fortuna, en aquellos instantes llegaba la comida
y se interrumpió la conversación.
Cuando al terminar nos levantamos para salir, un
sobrecogedor silencio cayó de nuevo sobre el
restaurante.
Lo mismo que antes, todo el mundo se volvió para
contemplar la salida de la giganta y el enanito.
Por un momento, temí que se produjera una ovación.
Entramos en el teatro unos cinco minutos antes de
que se alzara el telón.
Mientras avanzábamos por el pasillo central, cesaban
charlas y movimientos, quedando tras de nosotros una
estela de silencio y de calma, como los que sólo
presagian las peores tempestades.
Todas las miradas confluían sobre nuestra
desgraciada pareja.
Seguro que durante la representación no se prestaba
tanta atención al escenario.
Ella parecía una fragata con todo el trapo al
viento, y, siguiéndola, iba yo, cubierto de
vergüenza, mirando al suelo y realizando
desesperados esfuerzos por no pisar sus ropas.
Cuando nos sentamos, su estatura se hizo más
evidente a causa del aderezo hertziano de su cabeza.
Estoy seguro de que desde las cinco filas
posteriores no se tenía más que una visión
fragmentaria de la escena.
En beneficio de quienes no conocen “La muerte de un
viajante”, aclararé que es una de las obras más
dramáticas de nuestros tiempos.

Es la historia de un viajante viejo, solitario y
fracasado, vencido por la vida y las circunstancias,
cuyas emociones giran en torno de la autodestrucción
y el homicidio.
Al levantarse el telón, cesaron los murmullos y las
toses que preceden siempre a un primer acto, y todo
quedó nuevamente silencioso y tenso.
De repente, horrorizado, advertí que el hermoso
pontón que se sentaba a mi derecha prorrumpía en una
sonora carcajada que atrajo la atención de todos los
espectadores.
Traté de hundirme en mi asiento, pero no podía
encogerme más sin sentarme en el suelo; al menor
movimiento hubiera caído en el foso de la orquesta.
Le di un codazo en los riñones y la amonesté con
acritud:
—¡Chica, cállate! Esto es un drama y molestas a la
gente con tu risa.
—¿Un drama? -exclamó a grito pelado-.
¡Pero si es una comedia la mar de divertida!
—Bueno, a ti te divertirá -murmuré- pero estás
molestando a los demás espectadores.
Soltó otra estrepitosa carcajada, mientras decía:
—¡Tú, Groucho, siempre con tus bromas! Pensarás lo
que quieras, pero sé lo que es el sentido del humor.
Me hubiera esfumado dejándola allí, pero me daba
pena aquella lunática, y, además, me creía en el
deber de librar a la concurrencia de sus
imbecilidades.
—Oye -le dije-, estoy muy mareado y empiezo a sentir
náuseas.
Nunca he vomitado en un teatro y lamentaría hacerlo
aquí sobre esta alfombra casi nueva.
Será mejor que salga a la calle.
En aquellos momentos llegó el acomodador, que, al
reconocerme, me dijo:
—Perdone, míster Marx, ¿se ha puesto enferma la
señorita? ¿Tal vez un ataque de histerismo? Si
quiere, les acompañaré a la dirección y avisaré a un
médico.

—Oh, no, no vale la pena -le tranquilicé- se trata
de algo muy íntimo, pero, dado que es usted el
acomodador, creo que puedo confiar en usted.
Lo que pasa es que lleva la faja demasiado ceñida y
le oprime el ciático.
El dolor la hace chillar y parece que se ría.
—Ya -contestó.
Pero luego añadió que el administrador le mandaba
para advertirnos de que estábamos molestando a la
gente.
Era suficiente.
La tomé por el brazo y le dije:
—Vamos, estoy muy malo.
Ya te llevaré al teatro otro día.
Se levantó de mala gana y hube de arrastrarla
materialmente pasillo arriba.
Estoy seguro de que, cuando descubrió Colón América,
no sintió la alegría que sentí yo, cuando al salir
del teatro, vi un taxi vacío parado en la esquina.
—¡Eureka! -exclamé.
—¿Qué quiere decir Eureka? -indagó ella.
—Nada -respondí-.
Es el nombre del chófer, Moe Eureka.
Le había tenido a mi servicio.
Entretanto había abierto el coche, haciéndola entrar
en él de un empujón, que aplastó la antena contra el
techo.
Cerré dando un portazo y di diez dólares al chófer
mientras le pedía:
—Eureka, lleve a la señorita donde más le plazca.
Después de todo, aquel solitario departamento de mi
hotel resultaba una halagüeña perspectiva.
Envié un beso al taxi, que se alejaba rápidamente, y
eché a andar, calle abajo, en sentido contrario,
camino del limbo.


4.
MI MEJOR AMIGO ES EL PERRO
Un hombre de mi posición (horizontal, en estos
momentos) suele oír extrañas cosas sobre sí mismo.
Por ejemplo, hace unos años circuló el rumor de que
me emborrachaba bebiendo champán en un zapato de
Sofía Loren.
Tal insensatez no era más que un chisme calumnioso e
infamante.
No me importa admitir que traté de beber el espumoso
vino en uno de sus zapatos, pero el caso es que ella
no quiso quitárselo del pie, de modo que,
aprovechando que no miraba, me lo bebí en su
monedero de charol.
Por cierto que estuve a punto de ahogarme con su
lápiz de labios, que me tragué, sin querer, con el
champán.
Ahora andan diciendo que no soy amigo de los perros.
¡Que no me gustan los perros!, ¡de veras! Y si en el
mundo tengo un amigo, éste es Zsa-Zsa, mi perra
danesa.
Si no la llevé conmigo en mi último viaje a Nueva
York, fue sólo porque no había plaza para ella en el
avión.
Por lo demás, en Nueva York me siento solo sin mi
perro.
Tanto es así, que cuando en el hotel veo a una chica
guapa con un perro, se me humedecen los ojos y acabo
por invitarlos a tomar un trago en el bar.
En los ocho años que llevamos juntos, Zsa-Zsa y yo
nunca hemos discutido.
Bueno, alguna que otra vez me ha mordido, pero,
entonces, le he devuelto el mordisco.
¡Hay que enseñarle quién manda en casa!
En vestir a Zsa-Zsa, nunca he gastado más que en
cualquier otra chica, y ni siquiera una vez me ha
pedido un collar nuevo, sólo porque el perro de
enfrente ha estrenado uno.
Tampoco se ha lamentado nunca en un cabaret porque
no bailo el twist, cuando Fred Astaire, que tampoco
es un niño, sacude sus huesos alegremente.
También puedo afirmar que jamás me ha dicho:
—¿Por qué no tomas lecciones de baile, querido?
Ahora, ya nadie baila la polka.
Pero, no quisiera que se me interpretara mal.
Con esto no quiero decir que los perros puedan
sustituir al bello sexo que florece en nuestro país.
Esto es algo que cada uno ha de decidir por sí
mismo.
Personalmente, no veo por qué uno no puede tener un
perro y una mujer.
Pero si hay alguien que no puede mantener más que a
uno de los dos, le sugiero que elija el perro.
Por ejemplo, si el perro nos ve jugando con otro
chucho, no corre al abogado a decirle que su
matrimonio ha naufragado y que exige seiscientos
huesos mensuales en concepto de alimento, más el
coche bueno y la casita de cuarenta mil dólares sin
su hipoteca de veinte mil.
Una vez solamente me decepcionó un perro.
Fue cuando me llevé a casa a Alonso, un enorme San
Bernardo que trabajaba en los estudios.
Estaba trabajando en una película, ganando doce
dólares de jornal, y parecía sentirse solitario.
Hubiera preferido llevarme a un perro de los que
ganan mil quinientos dólares semanales, como Lassie,
por ejemplo.
Pero estos perros suelen ir con gente mucho más fina
que los amigotes que yo tengo.
De todos modos, Alonso era un animal muy inteligente
y supongo que su costumbre de salir corriendo con
nuestro coñac era propia de su raza, aunque muchos
de mis amigos bípedos han hecho lo mismo en más de
una ocasión.
Me fastidió un poco que Alonso se negara a tomar su
pitanza en casa; dijo que prefería ir a comer a la
tasca de la esquina.

No es que la comida de casa no fuera buena.
No quisiera que la gente pensara tal cosa, como
alguno ha llegado a sugerir.
Hubo una señora que me dijo:
—No da usted a su perro una alimentación adecuada.
Casualmente, estaba presente Alonso y creo que fue
aquello lo que le decidió a comer fuera de casa.
Como es natural, el gesto de Alonso hirió mis
sentimientos, pero cerré el pico.
Al fin y al cabo, él ganaba doce dólares diarios, es
decir ocho más que yo, en aquellos momentos.
Después de tenerlo conmigo una semana, recibí la
sorpresa más morrocotuda de mi vida.
El sábado por la noche, en el preciso momento en que
marcaba en la etiqueta el nivel de la botella de
coñac, un hombrecillo asomó la cabeza por entre las
mandíbulas de Alonso y me exigió que le pagara su
salario: ¡doce dólares diarios! Desde luego, ya debí
sospechar algo el día que mi amiguita llegó a casa
con un gato, y Alonso, en vez de abalanzarse sobre
éste, como hubiera hecho otro perro, se arrojó sobre
la chica.
Es muy posible que este incidente diera origen al
absurdo rumor de que no me gustan los perros.
La gente dejó de invitarme a sus reuniones (aquella
misma gente que durante años jamás me había
invitado).
Las señoras me retiraron el saludo e incluso el
barbero me dio un tajo en la mejilla.
Me dolió mucho.
Y sin embargo, yo me daba por satisfecho con
conservar la confianza de mi perro.
Mi desmesurada afición por los perros, no significa,
naturalmente, que no sienta cariño por otros
animales domésticos.
Durante toda mi vida, tuve siempre en casa animales
de una u otra especie, cuando menos un pariente
lejano o una rata.
(La verdad es que no existe una diferencia notable
entre ambos).

En cierta ocasión, siendo niño, me regalaron una
pareja de conejillos de India, a los que, con alguna
dificultad, acabé por querer como hermanos.
Pues bien, los dos conejillos se instalaron en
nuestra bodega y un día aciago descubrí que el suelo
de la cueva se hallaba materialmente cubierto de
diminutas criaturas.
Entonces no tenía un corazón tan grande como ahora y
sólo era capaz de amar un máximo de treinta o
cuarenta conejillos.
Me quedé perplejo.
¿Hay alguien que sepa lo que es permanecer perplejo
toda una tarde ante noventa y seis conejillos de
India?
—Véndelos -sugirió mi hermano Harpo.
—Si es esto cuanto tienes que decir -repliqué- no es
preciso que te molestes en volver a hablar.
A partir de entonces, Harpo ha permanecido
silencioso, cosa que me ha complacido como nadie
pueda figurarse.
Otro de mis hermanos, Gummo, bajó a la bodega y me
dijo también:
—Véndelos.
Viendo el poco entusiasmo que en mis hermanos
despertaban los minúsculos roedores, acepté sus
sugerencias y fui a una cercana tienda de bichos,
donde ofrecí mis noventa y seis conejillos por
veinte miserables dólares.
El tendero se rascó la cabeza y echó a andar de una
punta a otra de la tienda, aprovechando para dar de
puntapiés a dos conejillos que halló en su camino.
—Te voy a hacer una proposición -dijo-.
Te vendo cien conejillos de India a cambio de nada,
te regalo además una cacatúa y, por si te parece
poco, te doy tres dólares en metálico.
Pero, dejémonos de disgresiones y volvamos al meollo
de la historia.
En materia de animales domésticos, no hay ninguno
que se pueda comparar con una sencilla corista
carente de pedigree.

Al igual que el gato de Angora, la corista permanece
fiel a cualquier hombre que la alimente.
Sin embargo, desgraciadamente, la semejanza entre
uno y otra no pasa de ahí, puesto que mientras el
gato de Angora queda satisfecho con un platillo de
leche, la corista no ceja hasta que la llevan a
cenar al “Pavillon” o al “Club 21”, donde dos
personas pueden comer bien por unos sesenta y ocho
dólares, sin dar propina al camarero.
Definitivamente, la corista no es el animal más
adecuado para un hombre modesto; sin embargo, espero
llegar a tener una, un día u otro.


5.
LAS HORMONAS Y YO
En Medicina, las modas cambian casi tan de prisa
como en el vestido femenino.
La panacea que hoy se prescribe se convierte mañana
en el tóxico que se proscribe.
Los más renombrados cardiólogos tienen aterrorizados
a sus parientes con la amenaza del colesterol.
El obeso de nuestros tiempos se debate entre su
glotonería y sus ansias de supervivencia, bajo la
advertencia de que, si no elimina sus grasas, avanza
derecho hacia el sarcófago.
Los alimentos que hoy día se recomiendan son tan
apetecibles como una dieta de papel secante.
Los huevos son poco menos que venenosos, y los
opulentos que antes desdeñaban la margarina, se
relamen ahora al comerla, como si fuera un costoso
manjar.
La otra noche tomé la típica cena exenta de
colesterol: calabaza hervida, leche descremada y
gelatina.
Estoy seguro de que, comer así, no prolongará mi
vida, pero también creo que la existencia me
parecerá mucho más larga.

Recuerdo la época en que se operaba de las amígdalas
a todos los niños, siempre que sus padres tuvieran
dinero.
Yo era amigo de un chico que tenía un defecto en el
paladar.
Su madre le llevó al médico.
Aquella eminencia ignoraba cómo remediar la cosa,
pero necesitaba hacer dinero a toda costa para
asistir a unos cursillos y le extirpó las amígdalas.
La madre quedó tan agradecida, que le permitió que
la operara del apéndice.
Pocos meses después, se fugó con ella, que también
financió esta operación.
Pero ésta es otra historia.
Hace algunos años, el testosterón acaparó la
atención universal.
Consistía en un suero mágico, obtenido en Viena, de
cierta parte del caballo.
No quiero discutir públicamente de qué parte se
trataba; me limitaré a afirmar que, de no ser por
dicha parte, hoy en día no habría potros.
En teoría, quien tomaba doce dosis de este suero a
lo largo de tres meses, conseguía el vigor y la
vitalidad de un garañón de cuatro años.
Para un hombre de baja presión arterial y
ocasionales tendencias suicidas, aquello suponía el
hallazgo de la legendaria fuente de la juventud y
todo lo que ésta implicaba.
Una hora después de enterarme de tan prometedora
novedad, me hallaba en casa del médico recibiendo la
primera inyección.
Cada mañana, al levantarme, escudriñaba el espejo
con la esperanza de descubrir mi perdida juventud.
Vi muchas cosas en aquel espejo.
Un rostro decrépito con indicios de degeneración,
unas mejillas flácidas y el hueco que dejaron al
caer quince o veinte dientes.
Pero lo que no vi por parte alguna fue nada que se
pareciera a lo que yo esperaba.
Después del duodécimo jeringazo mágico, llegué a la
triste conclusión de que también aquello era una
trampa y un engaño, que el médico era un redomado
granuja y que la feliz visión que había soñado no
era más que un espejismo sexual al que nunca
llegaría, de no ser ciertas esas majaderías que
cuentan sobre la reencarnación.
Unos meses después, yendo hacia la casa de caridad,
tropecé con aquel charlatán (él iba camino del
banco), que, hasta el momento, me había soplado
doscientos cuarenta dólares de mi alma, para
incorporarlos a su patrimonio.
—¡Groucho! -exclamó, retrocediendo un paso para
examinarme mejor-.
¡No, no puede ser Groucho! ¿De veras es usted la
ruina de hombre que vino a verme hace tres meses?
¡Pero si parece que tenga veintitantos años! ¿Está
seguro de que no es Tony Curtis?
—¡Claro que estoy seguro! -rugí-.
Soy Groucho Marx y si no se convence, correré a casa
a buscar mi título de conductor para demostrárselo.
Sonrió con hipocresía, pero continuó obstinadamente:
—Supongo que el tratamiento de testosterón
resultaría efectivo; de otro modo hubiera vuelto a
visitarme.
Está usted como nuevo.
¿Qué tal se encuentra? -preguntó mientras estrujaba
mi dinero en su bolsillo.
—Lleno de achaques -respondí.
—Mmmm...
-gruñó, mientras se acariciaba la oreja izquierda en
actitud meditativa-.
¿Quiere decir que las inyecciones no surtieron
efecto?
—El mismo que unas sopas de ajo.
—Pero, veamos -insistió-.
¿No ha sentido ninguna mejora con el tratamiento?
—Bueno, sí -admití-.
Ayer estuve en las carreras de caballos e hice la
milla en dos minutos y diez segundos.


SEGUNDA PARTE

EL AMOR A TRAVÉS DE LAS EDADES

Si me ha sido posible coronar con éxito la
formidable empresa de escribir este capítulo sobre
tan interesante faceta del amor, lo debo a la
valiosa ayuda que me prestaron el edán William
Emmish, rector de la Lawford University, y el
honorable William Doubloon, gerente de la firma
Procter _& Gamble, productora de excelentes
detergentes, con los que limpié el texto de todas
sus impurezas.
También se me podría tachar de desagradecido si no
expresara mi reconocimiento al coronel Harpo Marx,
por la información recogida en su obra “Vida y
amores del coronel Harpo Marx”, y a miss Phyllis
Wiekowski, camarera de Mansion House, en
Jacksonville, Florida, por sus preciosas
confidencias.
Doy las gracias asimismo a los editores de la
Enciclopedia Británica, por su admirable volumen
‘Remo-Sog’, al editor de “La Vie Parisienne”, a la
colonia nudista de New Hampshire y al vendedor de
suscripciones de la revista “Life” (cuya insistencia
contribuyó a que comprara la enciclopedia).
Con todo, mi principal fuente de información
consistió en las postales pornográficas adquiridas
durante mi último viaje a París.
Y ya va siendo hora de que vayamos al grano.
El amor impuso violentamente sus leyes sobre este
mundo de mis pecados hace ya millones de años.
Los hombres eran entonces unas criaturas viscosas
semejantes a un piojo, o, tal vez, a aquel
pretendiente que desdeñó nuestra esposa.
Recibían el nombre de zoofitos, aunque dudo de que
alguien fuera capaz de pronunciar la palabreja en
aquella época.
Con la invención de la moneda, pudieron cambiar el
nombre en un banco.

En honor de la verdad, hay que reconocer que el
primitivo zoofito no tenía muy buen aspecto.
Era incapaz de sostener una conversación y carecía
de espinazo, brazos, piernas, dientes y ojos.
Y, sin embargo, practicaba el amor.
Naturalmente, fue una verdadera suerte que no
pudiera ver, ya que si hubiera sido capaz de echar
una mirada a su pareja, todo se hubiera venido abajo
y el mundo estaría hoy más despoblado que la
biblioteca de un estadio.
Esto no significa que el zoofito conociera ya el
fútbol.
Su limitada mentalidad se concentraba en el deseo de
reunirse con su pareja debajo de una piedra para...
Todo el mundo sabe lo que significan esos puntos
suspensivos, de modo que no hay razón para
escandalizarse.
Si el lector desarruga el ceño y recuerda que ésta
es una cuestión científica, el tiempo de la lectura
se reducirá de doce minutos a nueve y tres quintos,
que es el record de los cien metros lisos.
(Por cierto, que nunca he podido comprender por qué,
en las carreras, todos demuestran tanta ansiedad por
llegar a la meta.
Si se quedaran tranquilamente en la línea de
partida, no se encontrarían jadeantes y cubiertos de
sudor a cien metros de allí.
En la vida suceden muchas cosas parecidas a las
carreras).
Pero, estoy divagando.
Como iba diciendo, el hombre y la mujer primitivos,
acostumbraban a reunirse debajo de una piedra, lo
que, indiscutiblemente, explica que su era recibiese
el nombre de Edad de Piedra.
Hoy es frecuente el consumo de bebidas “on the
rocks”, en plena promiscuidad.
No dedico más espacio al período zoofítico, porque
aquellos precursores del hombre contribuyeron poco a
la evolución del amor.
No se alcanzó cierto refinamiento en las tiernas
relaciones intersexuales hasta la época de la ostra,
que llegó después del zoofito y poco antes de los
aperitivos.
El macho de la ostra nació con una instintiva
comprensión de la naturaleza femenina.
Sabía que si quería conseguir algo de la ostra del
sexo opuesto, tenía que halagarla con algún regalo.
Con estas ideas, concibió el proyecto de fabricar
perlas.
Pero no fue ésta su única demostración de ingenio;
aún hoy, las ostras dan lugar a sabrosas tapas,
delicados cocktails y exquisitos “souffl\s”.
Pero, no hay que interpretarlo mal: la ostra actual
no es la ostra de hace quince millones de años.
Es fácil comprender que despediría cierto tufo.
A pesar de que la primitiva ostra (“Homo
ostreoliticus”) llevó una vida más bien galante y
aunque en aquellos tiempos no se conocía apenas el
control demográfico, desapareció de la faz del globo
hace muchos miles de años.
¿Por qué? Porque la necia ostra, abandonada al ocio
en su lecho ostrícola, fue fácil presa de seres
vivientes más poderosos.
No disponía de medios de defensa contra enemigos
como, por ejemplo, el salmón, que además era muy
astuto.
El salmón, como es sabido, se esconde en latas de
estaño y sólo sale los domingos por la noche, cuando
se quedan a cenar inesperadamente los parientes
gorrones.
El salmón de lata está notablemente minisexuado, a
pesar de lo cual se las compone para reproducirse.
Se halla a través de todas las edades y en todas las
charcuterías, y queda muy bien, cocinado con tomate
y cebolla.
Es de subrayar que los antropólogos nunca han sabido
explicarnos cómo aprendió a practicar el amor el
hombre primitivo.
Mi propia teoría es que el zoofito y la ostra
obtuvieron sus conocimientos, como todos nosotros,
de los cuentos de flores y de su polen, y, también,
de un exhaustivo estudio del trópico de cáncer.

En cualquier caso, después de la vida vegetal, vino
la vida animal, el seguro de vida y finalmente el
agente de seguros que nos telefonea que ha vencido
nuestra póliza y que hemos de pagar inmediatamente,
si no queremos que quede sin efecto.
Y ahora dejaremos ya la Edad Ostreolítica, lo que a
nadie alegrará más que a mí.
Transcurrieron cincuenta y dos mil años...
un breve instante en la insondable eternidad.
¡Eternidad! El concepto del infinito es de difícil
comprensión para nuestras mentes, pero creo que yo
puedo explicarlo.
Tomemos, por ejemplo, la distancia existente entre
el sol y la tierra.
O, mejor aún, tomemos un número, del uno al diez.
Doblémoslo.
Añadamos doce.
Restemos el número inicial.
¿A que el total es nueve? ¡Claro que sí!
Ahora, si multiplicamos esos nueve por millones de
años-luz, nos formaremos una idea de la importancia
que llegó a alcanzar el amor para el velludo bruto
(Homo Cavus) que se sentaba sobre un pedrusco mohoso
a la puerta de su cueva, a meditar sobre los
encantos de su evolucionada civilización.
En este estadio, el hombre poseía ya brazos,
piernas, columna vertebral y ojos.
Su mentón había retrocedido, pero apenas se notaba a
causa de la barba que cubría casi todo su rostro.
De todas formas, demostraba aptitudes suficientes
para ingresar en el casino de la localidad.
(El casino aún no había sido concebido, pero contaba
ya con miembros que se sentaban a fisgar desde sus
ventanas; sin duda esperando a que el edificio
creciera a su alrededor).
A pesar de la barba, el primitivo hombre de las
cavernas tenía una mentalidad infantil y, si
diferenciaba un sexo de otro, era más por el
instinto que por la razón.
Distinguía a un hombre de una mujer, pero no sabía
por qué.

Esta natural ignorancia proporcionó muchos disgustos
al “Homo Cavus”, hasta que uno de su género, más
astuto que sus contemporáneos, realizó un
descubrimiento.
Observando todo un día desde la entrada de su cueva
y viendo pasar gente arriba y abajo, se sintió
súbitamente iluminado.
Las personas que llevaban faldas eran mujeres y las
que llevaban pantalones eran hombres, con excepción
de los escoceses.
A partir de aquel momento, la vida se simplificó
notablemente.
El hombre de la caverna dejó de andar sobre sus
cuatro extremidades, porque el genio antes
mencionado descubrió también que andando sólo con
los pies, se necesitaba un par de zapatos en lugar
de dos.
Así, aquel portento de su era inventó también la
economía, ciencia lógica y necesaria en aquellos
lejanos tiempos, lo mismo que hoy en día.
La vida era más sencilla, sí, pero seguía siendo
difícil, azarosa e insegura.
Los elementos de la naturaleza aterrorizaban al
hombre.
Se estremecía asustado bajo el destello del
relámpago y culpaba a los dioses del fragor del
trueno.
En los días tempestuosos, el hombre de las cavernas
se sentía sombrío y acobardado.
Cuando llovía se quedaba en la cueva, en vez de
salir a cazar osos, ciervos y dinosaurios.
Para cobrar ánimos, empuñaba sus toscas armas, pero
el viento aullaba y la lluvia caía implacable, y el
hombre primitivo sucumbía al miedo.
En la cueva, acababa por aburrirse.
Todavía no había aprendido a discutir con su pareja.
Y el amor, el amor humano, era algo de lo que nada
sabía.
(El descubrimiento de los niños tuvo lugar al año
siguiente).

Por eso, el hombre de las cavernas y su pareja, se
miraban y gruñían recíprocamente, mientras esperaban
a que cesase la lluvia.
Y así esperaron un día, dos, tres, una semana, y el
furioso temporal no amainaba.
Llegó un momento en que se agotaron las provisiones
que había en la cueva.
El hombre primitivo tenía hambre y su mujer también.
Ella permanecía callada, seguramente porque aún no
se había inventado el lenguaje.
El macho miraba ceñudo a la hembra.
Si no paraba pronto de llover, se vería obligado a
devorarla...
y ella lo sabía.
Con un tierno gruñido, dio a entender a su hombre
que esperaba que encontrara alguna otra cosa con que
satisfacer su apetito, pero la lluvia seguía y
seguía.
Llegó el instante, y con un fiero rugido, Homo Cavus
se lanzó sobre su mujer, hincándole los dientes en
el hombro.
Al mismo tiempo, su garra entró en contacto con la
piel de la mujer, lo que produjo en él una extraña
reacción.
Volvió a morderla, pero esta vez había cierta
ternura en el mordisco.
Hundió sus manos en la cabellera de la hembra y
sintió una rara comezón.
Luego, instintivamente, rodeó con sus velludos
brazos, semejantes a los de un mono, los blancos y
suaves hombros de la mujer, hasta sentir aquel
cuerpo palpitante junto al suyo.
También ella estaba sorprendida ante la nueva
sensación.
Extasiados en el abrazo, exhalaron un jadeo que
nosotros calificaríamos de gruñidos naturales, pero
que fueron sin duda los dulces murmullos de amor que
se registraron por vez primera.
Podría seguir así durante páginas y páginas, pero,
amado lector, yo también soy de carne y hueso, y no
debo apartar mi pensamiento del trabajo.

Al fin, la tormenta llegó a su fin y el hombre
primitivo se sintió apenado.
No tenía ganas de salir.
Mientras sus vecinos recorrían los campos en busca
de alimento, él se quedó a la puerta de su cueva,
escrutando el cielo ansiosamente, en busca de algún
indicio de lluvia.
Deseaba explicar a sus amigos cómo la tempestad
había introducido en su vida el amor, pero, ya lo
dije antes, no existía un lenguaje común.
No había lenguaje alguno; solamente gruñidos, que
significaban: ‘¿Cómo está usted?’
‘Bien, ¿y usted?’ ‘Voy tirando’.
‘Le sientan muy bien esos bucles en el vello del
pecho’.
‘Gracias por el elogio.
Mi mujer dice que parezco un brontosaurio’, etc.
Así, pues, Homo Cavus siguió esperando la lluvia en
expectante silencio.
Cierta tarde, unas lejanas nubes le anunciaron que
iba a llover en el valle, a unas treinta millas de
allí, y salió disparado en aquella dirección, tan de
prisa como le permitían sus cortas piernas.
Su mujer creyó que iba de caza, y, en cierto modo,
así era.
Tras una carrera que duró hasta el crepúsculo, Homo
llegó al valle, donde, probablemente llovía.
Su corazón latía violentamente, cuando, al penetrar
en una cueva, halló en ella a una mujer sola...
El descubrimiento del amor se difundió con la
velocidad de un incendio, y Homo fue conocido como
El-Gran-Amante-Que-Espera-LaLluvia.
Esperaba también que se inventara el lenguaje, para
poder explicar sus hazañas amorosas a los amigotes,
en la bolera.
De haber existido palabras, hubiera compuesto un
pareado sobre sí mismo: “Homo Cavus, el
concupiscente, besa a las chicas bajo el relente”.
Pero no había palabras...
¡ni lluvia!

Un buen día el cielo se encapotó, como si fuera a
llover, y Homo practicó el amor.
Y una vez más, el amor convirtió a Homo en profeta.
Porque, al fin, no llovió, y nuestro hombre
descubrió que sus sesiones galantes no dependían
para nada de la inclemencia del tiempo.
La veda quedaba levantada (entonces, como ahora)
desde el 1º de enero hasta el 31 de diciembre.
Pasó un año.
En un rincón de la cueva de Homo, se agitaba una
menuda criatura, Cara de Piedra, rodeada del hombre
y la mujer de las cavernas, que gruñían satisfechos.
En medio de su simpleza, estaban contentos, pero
ignoraban que allí, en el remoto Norte, acababa de
surgir una nueva civilización.
En cuanto a la “Edad Glacial”, no se hace preciso
que profundicemos mucho.
Se ha dicho que fue una época de frigidez sexual,
pero es probable que tal afirmación sea inexacta.
De todas formas, el “Hombre Glaciolítico” suscita
escaso interés.
No tenía en torno suyo más que hielo, desprovisto de
valor al no existir la cerveza y el whisky, y lo más
corriente era que, al regresar a casa por la noche,
hallara a su mujer fría como un témpano.
Las mujeres encontraban igualmente helados a sus
consortes.
La tarea de calentarlos resultaba tediosa y no era
precisamente un incentivo para el amor.
El profesor H.
M.
S.
Wimpble se ha referido a una mujer glaciolítica,
que, al entrar en su igloo, halló a su compañero
congelado en brazos de otra mujer.
Después de calentarlos hasta que recobraron el
sentido, le preguntó a su marido:
—¿Quién era esa señora con quien te helaste?
La respuesta del marido no quedó registrada porque
aún no había magnetófonos.

De todos modos, debió de ser un período muy poco
agradable.
Hay mucha gente que escribe sobre el amor sin tener
experiencia alguna.
Hasta no haber rozado la mejilla de una mujer con
los labios temblorosos y hasta no haber limpiado los
zapatos con la toalla nueva de la esposa, nadie sabe
nada del amor...
ni de la esposa.
El amor es algo que no se aprende en los libros; es
como un fluido fugaz que surge inopinadamente para
tocarnos con su varita mágica, y que después se
desvanece en la niebla del tedio.
(No está mal el parrafito.
Los he visto peores en libros que se venden por
cinco dólares.
En realidad, está copiado de uno de ellos).
Pero, volviendo al amor (“Cardia Hortarium”), me
interesa garantizar al lector la veracidad de los
datos expuestos.
Según escribí al profesor H.
M.
Thorndyke, de la Sociedad Antropológica y de
limpieza en seco de Boston (que, por cierto, no me
ha contestado), estoy dispuesto a respaldar la
autenticidad de cada una de mis palabras.
Si alguien puede demostrar que estas páginas
contienen una sola inexactitud, haré gustoso un
donativo de cinco mil (5.000) dólares con destino a
la Fundación De La Señora Marx Para El Cuidado Y
Mejora De Mr.
Groucho Marx, y, por añadidura, otro de cincuenta
(50) centavos, para los chicos.
No me extenderé mucho sobre la “Época Tenebrosa”,
porque los historiadores saben muy poco acerca de
este período.
Yo sé, por ejemplo, qué es lo que pasaba en casa
cuando la sala quedaba a oscuras.
Mi hermano Harpo, sin duda desorientado, en vez de
tocar el piano, tocaba a la camarera.
Fue poco antes de que se quejaran los vecinos.

La camarera se quejó también.
Ella, ingenua y tierna, estaba enamorada de mi
padre, con una devoción pueril, apacible y cándida.
Todo cuanto le exigía era que vendiera a sus hijos y
se marchara con ella a Nueva Jersey, donde su
hermano criaba caballos y niños en una granja, a
expensas de su mujer.
En bien de la imperecedera memoria de mi padre, he
de decir que nunca tomó en serio lo de vender los
hijos y fugarse.
—¿Quién me daría una perra gorda por cinco chicos
usados? -bramaba su vozarrón, estremeciendo las
viejas paredes de la casa-.
No tengo más remedio que quedarme y fastidiarme.
Así era Ole Marse Marx, allá en su plantación.
Y ésta era, sin duda, la causa de que los esclavos
le adoraran: su bondad, su comprensión, y, tal vez,
el hecho de ser el único plantador de la comarca que
carecía de látigo.
(Para demostrar su gratitud, los esclavos hicieron
una suscripción y regalaron un látigo a mi padre,
quien, a partir de entonces, los vapuleó desde el
alba hasta el ocaso, sin darles tregua).
Según trataba de indicar, en la “Época Tenebrosa” la
vida subsistió en un constante estado de confusión.
La historia nos habla de un hombre de Neanderthal
hambriento, que, perdido en la oscuridad reinante,
empezó a devorar las paredes de su cueva.
Se supone que creyó que comía espinacas, acaso con
un poco más de tierra que de costumbre.
Su mujer le advirtió:
—Luego, pedirás bicarbonato...
Pero el Neanderthal no sabía de qué le hablaba y
siguió comiendo hasta terminar con su hogar.
La poliandria es la unión de una mujer con un grupo
de hombres.
Ignorada en la Edad de Piedra y en la Edad de
Hierro, e hipotética en la Edad Tenebrosa, la
poliandria hizo su primera aparición en la Edad de
la Maleta, aquellos tristes años en que un hombre no
podía llevar una mujer a un hotel, a menos que
tuviera una maleta y una mujer.
De todas formas, en aquellos tiempos no había
hoteles, lo que hacía posible que los viajeros se
detuvieran en granjas donde sólo había una cama, con
las complicaciones subsiguientes, a las que no
pienso referirme aquí.
Todo esto, como digo, sucedía en la Edad de la
Maleta.
Naturalmente, cuando la mujer obtenía el divorcio,
la pensión se repartía entre todos los maridos, lo
que no dejaba de ser ventajoso para ellos.
Pero el amor no era cosa demasiado fácil para el
hombre prehistórico.
Tampoco lo es en nuestros días.
Lo malo del amor es que muchos lo confunden con la
gastritis, y cuando se han curado de la
indisposición, se encuentran con que se han casado,
contrariando sus más firmes convicciones.
Los principales subproductos del amor del hombre son
el salón de belleza, el bicarbonato sódico y la
familia.
La familia, como sabemos, es una unidad social
basada en el instinto gregario de los animales,
entre los que se encuentran las suegras, las cuñadas
solteras (incapaces de hallar quien cargue con
ellas) y el cuñado alérgico al trabajo.
Es de señalar que el grupo se compone,
exclusivamente, de parientes de la mujer.
Esto sucedía en la Edad Tenebrosa y sigue sucediendo
ahora.
Si uno quiere enviar diez dólares a su padre, ha de
mantenerlo en secreto, o su mujer le dirá que uno no
se ha casado con su padre -lo que es perfectamente
estúpido, ya que el padre de uno está casado y,
además, es feliz-.
Todo esto en el supuesto de que uno envíe los diez
dólares, que es mucho suponer, estando los tiempos
como están y siendo el padre de uno como es.
Al no disponer de lenguaje, el hombre de las
cavernas sólo podía hablar con las manos.

Cuando quería decir a su compañera que la quería, le
daba un golpe en la mandíbula.
Cuando le quería decir que tenía hambre, le daba un
golpe en la mandíbula.
Otras veces le daba un golpe en la mandíbula por
simple curiosidad de ver cómo lo encajaba.
Todo esto contribuía a confundir a la callada mujer,
que raramente hacía un comentario.
Cuando lo hacía, el marido replicaba con otro golpe
en la mandíbula.
Esta clase de conversación dio lugar a los
‘argumentos contundentes’.
Cierto que la mujer podía decir algunas cosas en
aquella pantomima, pero era bastante estúpida, como
en nuestros días.
Era evidente que el mundo precisaba de un lenguaje,
y, tal como lo demuestra la historia, la necesidad
es la madre del ingenio.
Así es como al cabo de poco (unos millares de años),
pudo escucharse lo que ya pudiera llamarse un
rudimentario lenguaje.
Constaba de pocas palabras, pero éstas bastaban para
satisfacer las necesidades de aquella gente
primitiva.
Primer Vocabulario Del Hombre Glub Glub Pásame la
jarra del vino.
Ooscray Ycuay Si te pesco otra vez rondando a mi
mujer te romperé la cabeza.
Unga Unga Ah.
Zum zum zum Nena, se te ve el borde de la
combinación.
Uf ¿Cómo está tu mujer?
Nuf ¿A ti qué te importa?
Mug Preguntaba por educación.
Lug Cuida de tus propios asuntos.
Bing Crosby.
Cristóbal Colón Amigo de la familia que acaba de
salir hacia América.

El hombre primitivo tenía ya un lenguaje que le
ayudaría a tolerar mejor las largas veladas
invernales.
Hay que tener en cuenta que no podía llevar a su
mujer al teatro o a una sala de fiestas.
No tenían, pues, más remedio que quedarse en casa
charlando.
El hombre podía explicar a su pareja cómo había
matado con sus propias manos a un tigre descomunal y
cómo el jefe le había felicitado por su destreza en
la faena.
Y la mujer le podía contestar (llegaría un momento
en que el hombre lamentaría que la mujer supiera
hablar):
—Entonces, ¿por qué no te sube el sueldo? Tu primo
no ha matado un maldito tigre en toda la temporada y
gana el doble que tú.
—Mmmm...
-comentaba entonces el hombre, oprimiendo sus labios
contra los de ella.
Otras veces, el comentario iba reforzado con un
puñetazo.
Pero, de todos modos, el invierno pasaba rápidamente
y llegaba la primavera.
¡Qué bueno era tener vida y juventud! Con el buen
tiempo, los amantes podían jugar al aire libre.
Había muchos juegos, pero el que preferían era el de
la oca.
Sin embargo, era un juego que terminaba pronto:
cuando de la oca no quedaban más que las plumas.
De este modo, llegó a su fin la Edad Neorocolítica y
nació un mundo mucho más complejo y mucho menos
satisfactorio.
Así como el hombre de la Edad de Piedra se
contentaba con la compañía de su mujer para pasar
las largas noches invernales, el nuevo hombre (Homo
Sap) alborotó su cueva (y a su mujer) con abundantes
reuniones.
La sociedad reemplazó al sexo y las cenas de
matrimonios sustituyeron los retozos “á deux”.

Se iniciaba la Edad del Hombre Social y el verdadero
amor salía volando por la ventana.
A medida que avancemos en este estudio histórico
del amor, nos iremos aproximando, cada vez más, a
los tiempos modernos.
Esto podrá dar lugar a la ilusión de que nos
acercamos a lo interesante.
Pero, el lector no ha de olvidar que la historia se
repite, y yo no quisiera pecar de reiterativo.
Llegamos ahora a la Edad Media y puedo asegurar que
nadie quedará más sorprendido que yo mismo.
La Edad Media fue un período de lentos progresos.
La gente se interesaba por los inventos.
No les preocupaba el amor.
Ya estaba inventado, por lo menos en sus aspectos
fundamentales.
Sólo quedaban por aclarar ciertos puntos oscuros.
Los ancianos de las guildas se reunían cada noche en
los palacios de los gremios, con el fin de aclarar
algunos de aquellos puntos, pero como que las
discusiones iban acompañadas de monumentales jarras
de cerveza, a poco de empezar, nadie sabía para qué
se habían reunido.
El consumo excesivo del alcohol constituyó una de
las peores lacras de la Edad Media (¿o del promedio
de las edades?) Y ahora entraremos en el
Renacimiento, que fue un movimiento que no puede
calificarse de político ni de religioso.
Respondía, más bien, a un estado de ánimo.
A primera vista, se hace difícil creer que, por su
nombre, no tuviera nada que ver con el amor.
Pero tal idea es absurda.
Sucede igual que con los propensos al reumatismo, a
los que muchos creen incapaces de amar.
La realidad es que la enfermedad limita en cierto
modo su radio de acción, y el diletante del amor se
ve generalmente obligado a recorrer enormes
distancias.
Por mi parte, he solucionado el problema con una
vespa de dos plazas.
¿Pero, por dónde íbamos?...

Ah, sí; hablábamos de la gente del Renacimiento,
que, como siempre, por el mero hecho de vivir, se
creía con derecho a ser feliz.
Aquellos personajes, en vez de concentrar sus
pensamientos en las bienaventuranzas de la vida
ultraterrena, pretendían gozar del paraíso sobre
este planeta de sus pecados.
La verdad sea dicha, parece que lo lograron en
proporciones sustanciales.
El amor se iba imponiendo.
La mujer recobró algunas de sus libertades.
Ya no era preciso que rondara alrededor de una
esquina en espera de que alguien la invitara a
tomarse un martini.
De modo franco y desvergonzado, la mujer se
incorporó a su papel natural de pareja y compañera
del hombre, sin vacilar acerca de la normalidad de
tal situación.
Fue entonces cuando alguien tuvo la idea de uncir la
mujer a los bueyes.
Los historiadores discrepan acerca de hasta qué
extremo pudo esto afectar a la civilización.
Algunos opinan que la cosa constituyó una regresión,
pero la mayoría, y yo entre ellos, se inclinan por
la tesis de que, definitivamente, fue un gran avance
en la correcta dirección.
Sea como fuere, el caso es que esto sirvió de gran
alivio a los pobres bueyes.
Los mansos brutos (los bueyes) se muestran
agradecidos desde entonces.
Tanto es así, que, en cuanto ven a una mujer,
inclinan inmediatamente sus cuernos , a menos que
lleven cubierta la cabeza.
Para mejor comprensión, reproduzco un fragmento de
la vida cotidiana de una familia típica del
Renacimiento, que evidencia los adelantos del sexo y
el amor en aquella época: Personajes: M.
Dinglefingle y Mrs.
Dinglefingle.
Escena: La sala de su hogar.
Hora: Diez de la noche.

Fecha: Imprecisa, aunque, eso sí, en invierno.
El señor Dinglefingle está hablando.
Mr.
Dinglefingle.
—¡Oh, cariño!
¡El amor es algo incomparable...!
Mrs.
Dinglenfingle.
—¡Ay, sí!
“Finis”
En realidad, esto no es final, amigos míos, pero es
cuanto puedo transcribir.
Verdaderamente, no es más que el principio.
De veras, aquella fue una época gloriosa.
El amor se había introducido a tal ritmo, que llegó
a desplazar a la agricultura como actividad
primordial.
Esto no sorprenderá a nadie que se haya entregado a
ambas actividades, y, en efecto, no causó extrañeza
a nobles ni a campesinos.
Antes bien, se integraron en el movimiento con
ardiente entusiasmo.
Comprendieron al momento que la agricultura era una
actividad temporal que sólo podía practicarse en
primavera y verano.
El amor, en cambio, ignoraba las estaciones.
Podía cultivarse, no sólo en los meses tibios y
cálidos, sino, asimismo, e incluso en mejores
condiciones, a lo largo de los gélidos días (y
noches) del invierno.
Y, en cualquier caso, siempre resultaba mucho más
divertido cultivar a la joven y frescachona
compañera, que cultivar la tierra.
La única diferencia en favor de ésta, era que la
compañera resultaba muy difícil de controlar,
mientras que la tierra no se movía de allí.
En la actualidad, los expertos en el medioevo
afirman unánimemente que el tremendo incremento
demográfico correspondiente a este período, se
debió, sin duda, al renacimiento del amor.
Por mi parte, si no es demasiado tarde, quiero
expresar mi agradecimiento a las mujeres
renacentistas, por el entusiástico celo con que se
entregaron al movimiento.
Mujeres como aquéllas, no se encuentran ya.

Indiscutiblemente, el amor fue el elemento
determinante del aumento de la población.
Pero, aun el amor, con lo poderoso que es, precisa
de la cooperación del sexo fuerte, y, en aquella
época, el sexo fuerte se hallaba activamente ocupado
en la apertura de nuevas rutas comerciales.
¿Qué hay que pensar, entonces?
¿Existe solución para este enigma?
El misterio subsistió durante centurias, hasta que
hace un año, el doctor Max Krum, autor de “El amor y
las rutas comerciales”, aventuró una hipótesis, que
fue aceptada y abucheada con igual entusiasmo.
Sugería en ella la posibilidad de que, aprovechando
la ausencia de los maridos, comprometidos en la
búsqueda de las rutas comerciales, descendieran
sobre las ciudades grupos nómadas de godos.
Es probable que los godos, cantando acompañados del
rasgueo de sus guitarras a lo largo de las vías
urbanas, no tardaran en atraer la atención de las
chicas renacentistas, con las consecuencias
previsibles en ausencia de los varones medievales.
El movimiento, no obstante, se vio severamente
restringido por un decreto emitido por el consejo de
ancianas, que, celosas de la lozanía de las ingenuas
locales, obligaron a éstas a no abandonar sus
hogares bajo ningún pretexto, con lo que pudieron
gozar tranquilamente de sus zonas de influencia
góticas.
El mundo del Renacimiento consumía ingentes
cantidades de pescado .
Esto dará al lector una idea de la clase de gente
que vivía en aquellos tiempos.

(De ser así, le ruego que envíe la idea al editor,
que se lo recompensará generosamente).
Pero, volviendo al pescado, la cosa contribuyó
asimismo a mantener alejados a los hombres.
Siempre hubo algún motivo.
En el siglo Xii, fueron las Cruzadas.
En el siglo Xiii, fue la llamada del mar, y en el
Xiv, la pesca.
Los maridos se pasaban siete meses al año pescando y
siete más buscando lombrices.
El lector objetará que así se suman catorce meses.
Lo esperaba.
Lo que el lector ignora es que, en aquella época, el
año tenía catorce meses.
Supongo que esto bastará para que aprenda a no meter
las narices donde no le llaman.
Así, pues, tal actividad proporcionó a las damas del
medioevo una nueva ocasión de divertirse en grande.
Las historias que Marco Polo (descubridor del Polo
Norte y el Polo Sur) explicó acerca de sus viajes,
despertaron no escaso interés en los países situados
más allá de los confines europeos.
A pesar de ello, sus exploraciones se llevaron a
cabo con extremada lentitud a causa de que aún no
había arraigado la afición por el mar.
Tal situación se veía favorecida por diversas
razones.
Las embarcaciones resultaban pequeñas e inadecuadas.
Eran algo así como los modernos barcos fluviales y
lacustres, aunque sin violines ni acordeones (en sí,
esta circunstancia era una ventaja no desdeñable).
El compás era todavía un instrumento rutinario, sin
perfeccionar, y, por aquel entonces, el piloto que
quería hacer rumbo norte-noroeste, había de trazar
una ruta hacia el sur-sureste.
Esto, que a nosotros parece tan sencillo, suponía un
agotador esfuerzo intelectual para los hombres del
Renacimiento.
Como es natural, tal estado de cosas dio lugar a
incontables confusiones, derivando, en definitiva,
en una total indiferencia del viajero acerca del
lugar donde había de plantar el pie.
Diose el caso de cierto explorador que partió hacia
el descubrimiento de la India y Arabia, y desembarcó
en la costa de Spitzberg, con un catarro de padre y
muy señor mío.
A él se debe, ya que no el descubrimiento de la
India, el de la pulmonía y las cataplasmas de
mostaza.
Vasco de Gama, célebre explorador de la época (hoy
en día un tanto olvidado), se dedicó al
perfeccionamiento del compás durante toda su vida.
Según parece, en uno de sus viajes, planeó dirigirse
a los trópicos y, en consecuencia, equipó a su
tripulación adecuadamente.
Pasó con sus marineros tres días en unos almacenes
de todo a 0,95 dólares, y el rol completo salió
dotado de marineras de franela, sombreros de paja,
zapatillas de tenis, carteras llenas de ron Bacardí,
un libro colorado lleno de números de teléfono y una
factura de 609 dólares.
Maniobrando cuidadosamente, con un ojo puesto en el
compás y otro en una corista que acertó a pasar, no
se percató de su situación hasta que alzando la
mirada y con la natural decepción, pudo observar que
había llegado a las gélidas costas del Labrador.
El lector puede imaginarse su embarazo (por otra
parte, sin consecuencias) cuando tuvo que
desembarcar con una tripulación ataviada al estilo
cubano (sin barba).
Todavía se están riendo por aquellas latitudes.
Personalmente, también lo encuentro gracioso, si
bien no tanto como para provocar la carcajada.
Por aquellos tiempos, la forma de la tierra daba
lugar a incontables especulaciones.
Mi intención, caro lector, no es exponer aquí mis
propias teorías.
No quiero provocar discusiones ni meditaciones
demasiado profundas.

De todos modos, desde mi punto de vista, no cabe
duda de que el mundo constituye un perfecto
triángulo.
Y si se necesitan pruebas, dispongo de ellas a
montones.
¿Cuál es la razón de que todos los peces naden por
debajo del agua? ¿Cuál es la causa de que la gente
vaya a Florida en verano y a Quebec en invierno, o
viceversa? ¿Por qué en el bridge nadie abre de
tercera mano y vulnerable, a menos de tener tres
tricks y medio?
Haga el lector estas preguntas a quienquiera que
crea que el mundo es redondo y verá lo que le
contesta.
No espero que nadie alcance el significado de lo que
acabo de escribir hasta haber releído varias veces
el párrafo anterior.
No obstante, en mi fuero interno, calificaré de
primo a aquél que lo haga; yo lo leí seis veces
seguidas y sigo sin comprender palabra.
Después de estar disparatando sobre el siglo XV,
sería monstruoso que pasáramos por alto uno de los
mayores descubrimientos de todos los tiempos:
América, la bella.
El mérito de esta hazaña corresponde a Cristóbal
Colón, marino genovés que poseía la firme convicción
de que el mundo era redondo, y que dedicó su vida,
de modo exclusivo, a demostrárselo a sí mismo y al
mundo entero.
Falto de ayuda, la solicitó a España y Portugal.
En Portugal ni siquiera contestaron a su carta.
Posteriormente, se supo que, en un momento de
ofuscación, olvidó meter la carta en el sobre y
envió éste vacío.
De cualquier modo, la reina Isabel de España, que
sentía predilección por los marinos barbudos, se
avino a suministrarle tres embarcaciones y ochenta y
ocho hombres.
Esto significaba veintidós cuartetos, si todos
sabían cantar, o veintinueve tríos, en caso
contrario.

Después de una cena a la americana, compuesta de
requesón y nueces de betel, Colón se hizo a la vela
en el año 1497.
Bueno, pongamos en 1492...
¡pero ni un año menos!
Poco después de la marcha de Colón, llegaron a la
reina Isabel ciertos rumores que denigraban al
navegante y ésta comenzó a albergar dudas acerca de
las verdaderas intenciones del presunto descubridor.
Más tarde resultó que la verdadera razón de su viaje
no era demostrar la redondez de la tierra (era una
añagaza; él bien sabía que era cuadrada), sino, más
bien, entrar en contacto con una señora de América a
la que había conocido a través de un anuncio
sentimental publicado en cierto periódico; periódico
que Isabel no acostumbraba a leer.
Llevaban años sosteniendo una melíflua
correspondencia e, incluso, habían intercambiado
fotografías.
Él había mandado la de Valentino y ella, a su vez,
le dedicó una de la Loren.
(Tampoco ella era manca).
El lector aducirá seguramente que entonces no había
correo trasatlántico.
Es cierto, sin duda, pero no lo es menos que el amor
sabe siempre encontrar el camino.
Y, si no, ¿qué me dicen de Adán y Eva, por ejemplo?
Cuando se produjo el escándalo, Colón se hallaba,
para su suerte, muy adentrado en el Océano.
Su primera escala fueron las Canarias, pero allí no
se entretuvo mucho porque descubrió que todos los
habitantes eran canarios, que no hacían más que
entrar y salir volando de sus barbas.
Navegó durante sesenta y dos días y sesenta noches
(perdió dos noches en las Azores, jugando al póker),
hasta que, al fin, una espléndida mañana uno de los
tripulantes divisó una rama de zarza flotando junto
al barco.
Aquello significaba tierra (o que habían tirado la
rama desde otra embarcación).

Cuando dieron la noticia a Colón, éste salió de una
carbonera, donde se había ocultado de los marinos,
y, señalando la rama, dijo:
—Señores, creo que esto es muy significativo.
Cuando sus hombres desembarcaron en San Salvador,
estaban hambrientos, tanto de alimentos, como de
mujeres.
No hay que olvidar que habían tenido un largo viaje,
y si bien es verdad que llevaban treinta días sin
ver comida alguna, también lo es que hacía sesenta
que no veían más faldas que las de las medusas.
De este modo, no resulta difícil deducir cuál era la
urgencia más apremiante.
Todos sabemos lo que sucede cuando permanecemos
cinco días en un trasatlántico sin ver más que a
tres viajantes con trajes a rayas y a cuatro
maestras de escuela que pasan mareadas toda la
travesía.
Pues, esto dará al lector una idea de lo que sentían
aquellos marineros mientras, hacinados en una
lancha, se acercaban a la costa.
La historia cuenta que ni las sirenas se encontraron
a salvo.
En cuanto a las muchachas indias, no hay que decir
que...
bueno, si no hay que decirlo, no lo diré.
Se lo diré al lector en el momento y el lugar
adecuados.
¿Le parece bien que vaya a cenar a su casa el
viernes próximo?
Y ahora dejaremos a Colón y a sus maníacosexuales
muchachos, y retrocederemos a Europa por unos
momentos.
Yo pago la mitad del pasaje, si el lector paga la
otra mitad.
Aunque la atención de Europa se centraba en gran
parte sobre la tierra prometida que se hallaba al
otro lado del mar, no hay que perder de vista los
grandes acontecimientos que se desarrollaban en el
viejo continente.

Las ciudades italianas empezaban a alcanzar una
notable preponderancia.
Existían razones históricas que lo abonaban, pero en
un ensayo sobre el amor no podemos complicarnos con
razones históricas, sean del género que sean.
De estas ciudades, Venecia era indudablemente la más
importante.
Si alguno de los lectores ha leído la “Historia de
la decadencia y derrumbamiento del Imperio Romano”
de Gibbson, dirá probablemente que Roma era más
importante, pero, de ser así, pregunto yo: ¿Por qué
fueron, entonces, sepultados, tanto Gibbon como
Roma? Advierta el lector despierto que Venecia no
fue sepultada.
En cualquier caso, basta ya de interrumpirme.
Si no se tiene confianza en el autor, lo mejor es
tirar el libro ahora mismo, cosa que no es fácil que
yo haga.
Estoy seguro de que Spengler, Van Loon o Alcott,
nunca hubieran llegado donde llegaron si hubiesen
tenido que entretenerse en solucionar nimiedades
semejantes.
El mismo lector que me interrumpió para decir que
Roma fue mayor que Venecia, corresponde al tipo de
los oráculos que predijeron que Castro se afeitaría
en cuanto pasaran unos meses.
¿Y ahora, qué justificación dar a esa impenitencia?
Pero dejémonos de disgresiones y volvamos a Venecia.
Como es de todos sabido, Venecia fue construida
sobre un banco de aluvión.
No me pregunten cómo.
Fue así, y basta.
Yo no sé nada de bancos aluviales...
ni de ninguna clase de bancos, según pude comprobar
cuando el mío se hundió en 1929 con mis dineritos
dentro.
Cuanto sé de los bancos aluviales es que en la época
de la antigua Venecia, el aluvión se utilizaba como
moneda, lo que dio lugar a los bancos aluviales.
Lo curioso del caso es que aún ahora siguen siendo
necesarios.

Cuando se descubrió el oro en el Far West, se le
llamaba ‘paga sucia’.
Con seguridad que todos hemos visto fotografías de
toscos mineros lavando lodo .
Reconozco que esta sórdida discusión sobre dinero
tiene poco que ver con el amor, pero, que el lector
trate de llevarse a una chica sin tener dinero y
verá lo lejos que llega.
Yo lo intenté una buena noche y me metí en la cama
antes de las ocho...
y solo.
Hube de recurrir al consuelo de una botella de agua
caliente.

TERCERA PARTE

ECOS SOCIALES POR UN PROSCRITO DE LA SOCIEDAD

1.
EL INVITADO HUIDIZO

Sentado ante una mesa monolítica en la penumbra de
una cueva, se halla nuestro héroe: soy yo, Groucho
Marx, el Ermitaño de Hollywood.
Adiós a los platos selectos, adiós al jerez
amontillado y adiós a los lavadedos; adiós a las
cenas de etiqueta, adiós a las cenas sin etiqueta y
adiós a cualquier clase de cena.
¡Soy el huésped del ayer! En cuanto cure de mis
heridas, saldré de mi cueva para reemprender mi
carrera social, pero no en calidad de huésped -¡oh,
no!- ¡eso es demasiado duro!
Dejaré que cualquier restaurante sea el huésped
nacional, de costa a costa, y yo pasaré a ser el
invitado nacional.
Mi última fiesta quedó atrás y ahora, antes de
refugiarme en mi cueva para invernar, quisiera dejar
memoria de algunos de los invitados que han venido a
hartarse a mi mesa.
Para aquellos de mis lectores que no hayan visto
nunca un invitado, haré una somera descripción de
sus principales características.
Suelen ser altos o bajos, llevan los tacones
gastados y presentan toda la gama del colorido
popular.
También puede identificarse al invitado en aquél que
acude a nuestra casa por invitación.
Los que llegan sin invitación previa, son por lo
general viudas de luto o parientes pobres.

Existen las más diversas clases de invitados: los
invitados a una cena, los invitados a pasar un fin
de semana, los invitados de temporada, y, si uno se
descuida, los invitados permanentes.
De todos ellos, el más inocente, cordial y
relativamente inofensivo, es el invitado a una cena.
Las cenas suelen organizarse a base de grupos de
seis, ocho o diez personas.
Las dimensiones de la fiesta dependen, naturalmente,
de las dimensiones del comedor, y, en muchos casos,
de las dimensiones de la cocinera.
Conviene hacer una observación respecto a las
cocineras: la mayoría de las cocineras se hallan a
punto de casarse o a punto de divorciarse, y es
prudente tener en cuenta esta circunstancia en el
planteamiento de toda cena.
Es evidente que, para conseguir una cena
satisfactoria, es mucho mejor que la cocinera esté
pelando la pava, en vez de estar echando vinagre y
acíbar en todos los platos.
En todo grupo de seis o más invitados, es de suponer
que haya por lo menos cuatro a quienes desagrade el
anfitrión y la comida.
Los primeros síntomas de esta repugnancia se
advierten al ser retirados los platos soperos.
Inmediatamente se deja sentir un persistente rumor
producido por el roce de tenedores y cuchillos.
Con él se nos da a entender, por el sistema morse,
que nuestra cocinera debe de estar borracha.
El murmullo gana en intensidad a medida que avanza
el ágape y termina por una especie de rúbrica,
inmediatamente después de los postres, que viene a
decirnos -siempre en morse- que hubieran cenado
mucho mejor quedándose en casa y tomando la comida
del perro.
Sin embargo, el desaprobar los platos ofrecidos
constituye un privilegio de los invitados.
Con mucha frecuencia me sucede que no me gusta la
comida en casa de los demás, pero, en tales casos,
me limito a atiborrarme de pan, esperando que el
postre no consistirá en mazapán.

Cierta noche, una dama a quien no gustaba mi comida,
aprovechando un momento que no miraba, tiró sobre la
alfombra nueva una costilla de cordero.
Rápidamente, fui a recogerla y tras una ceremoniosa
reverencia, se la devolví.
Me dio las gracias y, tras esperar unos minutos,
volvió a tirarla.
La alfombra (un oso polar que aún estaba
parcialmente vivo) cobró una inquietante animación,
por lo que, después de reintegrar nuevamente la
costilla a su dueña, enrollé cuidadosamente la
alfombra y la guardé en el cuarto de baño.
Hay invitados que, por estar sometidos a régimen, no
pueden comer determinados platos.
En una ocasión, cierto amigo mío, que no brillaba
precisamente por su educación, pero que, en cambio,
poseía un vozarrón propio de un pregonero, me
anunció que padecía de exceso de ácido y que le
habían prohibido las comidas rojas.
Aquella noche teníamos roast beef, col colorada,
remolacha y sandía.
Y allí quedó el hombre, mirando envidioso durante
toda la cena a aquella gente sana y feliz que gozaba
ingiriendo los bermejos platos descuidados de sus
ácidos.
Se consoló haciéndonos una detallada descripción de
su presión arterial, su índice de colesterol y su
precisión de someterse a examen médico dos veces
diarias, por lo menos.
Afortunadamente, cuando entró rodando la sandía, se
desmayó.
Parece ser que, además de sus mencionadas taras, el
hombre era corto de vista, y que confundió la
sandía, creyendo que era otra vez el roast beef.
Existe también la pareja de invitados que nunca
llega sola.
Siempre se las componen para endosar un nuevo
invitado y demuestran gran habilidad en la maniobra.
El día de la cena -una cena de seis- suena el
teléfono una hora antes de la convenida y tiene
lugar la siguiente conversación:

—Soy Jane.
Lo siento mucho pero no podemos acudir a la cena.
Tenemos en casa a un compañero de estudios de mi
marido.
Jack llevaba sin verle quince años, y, claro, no
podemos dejarle solo en casa.
(Luego, uno descubre la causa de que no le dejen en
casa solo.
Al parecer tienen una hija de quince años que es una
copia exacta de Brigitte Bardot, y dada su conducta
en estos últimos tiempos, no desean correr ningún
riesgo.) Situado entre la espada y la pared, a uno
no le queda más remedio que decir:
—Bueno, traedlo con vosotros -con la esperanza de
que choquen con un camión por el camino-.
Donde comen seis, comen siete.
Esto resulta cierto en cualquier restaurante, pero
es más falso que Herodes referido a una cena
preparada en casa para seis personas.
Sin embargo, el anfitrión queda obligado a sacar una
silla desparejada, y a sustituir una vajilla de
Sajonia de seis cubiertos, por un surtido de loza y
porcelana barata, procedente de los reiterados
hurtos llevados a cabo en los hoteles del país.
Para iniciar los sinsabores propios de toda reunión,
existe el invitado que, solapadamente, llega a la
cena una hora antes de lo previsto.
Si la cena es a las siete, podemos tener la
seguridad de que llegará a las seis, y si es a las
nueve, llegará a las ocho.
Nunca se sabe cómo ha penetrado en la casa.
Entra como un ratero o como un fantasma.
Nadie le ha visto entrar, no ha sonado el timbre ni
golpe alguno en la puerta de la calle.
Vamos a suponer que la cena es para las siete.
A las seis el anfitrión baja las escaleras.
Aún no se ha bañado ni se ha afeitado, y no lleva
más ropa que unas zapatillas de tenis de su mujer.
Las luces están bajas; en realidad, no hace falta
más iluminación, pues sabe perfectamente dónde está
cada cosa, y la cuenta de la electricidad ya sube
bastante.
El hombre limpia las cenizas de la chimenea y en el
momento en que está echando agua en las botellas de
whisky, para rebajarlo, oye una voz fantasmal que
sale de las sombras.
Su primer impulso es salir a escape, escaleras
arriba, en busca del revólver, pero, de repente,
comprende que de nada le serviría el revólver,
puesto que ha escondido las balas por miedo a que
los chicos se asesinen recíprocamente.
Bien, al fin y al cabo, igual da morir defendiendo
el hogar, que de cualquier otra forma, de modo que
agarra el hierro de atizar el fuego, dispuesto a
defenderse.
Pero los latidos de su corazón son de tal magnitud
que estremecen la habitación hasta su último rincón.
—¿Te he asustado? -nos dice una voz desgarrada-.
Soy yo, Swanson.
Terminé temprano el trabajo y para ahorrarme el
paseo hasta casa, telefoneé a Martha diciéndole que
se reuniera aquí conmigo.
¿Por qué echas agua en el whisky? ¿Es algún
procedimiento nuevo?
—¡No seas estúpido! ¿Me crees capaz de aguar el
whisky? Estaba enjuagando las botellas antes de
devolverlas al proveedor.
Han cogido al anfitrión con las manos en la masa y a
éste no le queda más remedio que sacar aquellas
botellas de whisky escocés que estaba guardando para
sus bodas de oro.
—Y ahora, si me lo permites, subiré a vestirme.
—Subiré contigo -dice Swanson-.
Aprovecharé para lavarme un poco.
Como he venido directamente de la oficina, no he
podido hacerlo.
Si hubiera llegado a la hora convenida hubiera
tenido tiempo de hacer esto y otras muchas cosas.
—Mira -dice el anfitrión-, ahí tienes un lavabo;
métete en él y yo iré arriba.

El hombre calcula que si Swanson se queda en la
planta baja, aún podrá descabezar el sueñecito en
que ha estado pensando toda la tarde, y echa a
correr escaleras arriba.
Pero Swanson es un vampiro que desciende de una
vieja estirpe de vampiros velocísimos, de modo que
llega al descansillo del primer piso antes que su
anfitrión.
—Nos lavaremos juntos -dice- y después podremos
charlar un poco antes de la cena.
Por breves instantes, el otro pondera la idea de
ahogar a su amigo en la bañera, pero aquello
significaría dejar sin pareja a una de las invitadas
a la cena, así que se despide resignado de la siesta
y añade el nombre de Swanson a la lista de los
indeseables a quienes procurará evitar por todos los
medios.
Se da también la pareja que siempre se marcha a
medianoche, pero que no llega más que hasta la
puerta.
Se hace prácticamente imposible sacarlos de la casa;
como cuando, en el fútbol, la pelota llega al área
de penalty, pero no entra en la meta.
Al cabo de un buen rato, el marido mira el reloj y
dice como sorprendido.
—¡Las doce! Vamos, Girlie, que mañana tengo que
madrugar.
El anfitrión corre al ropero y ayuda con presteza a
que los invitados se pongan los abrigos, con la
esperanza de verlos marchar.
¡Pero son figuraciones suyas! Allí están como dos
pasmarotes, graves y silenciosos, al parecer
dispuestos a despedirse.
Pero, no.
Durante toda la velada han permanecido poco menos
que mudos, y, en cambio, ahora, no cesan en su
charla y en sus comentarios.
La esposa ha descubierto un nuevo instituto de
belleza y describe con minucioso realismo el
procedimiento que utilizan para hacer la permanente;
es verdaderamente revolucionario y ejercerá, sin
duda, gran influencia en el progreso de la
civilización.
El monólogo se prolonga durante más de diez minutos,
pero, al fin, cesa.
Se produce una pausa que el anfitrión aprovecha para
abrir de par en par la puerta de la calle.
—Adiós, buenas noches.
Hasta la vista y que sea pronto...
¡Pobre idiota! Los está viendo y seguirá viéndolos
durante una hora más, por lo menos.
Están, simplemente, en la iniciación del comienzo de
lo que se dice empezar a marcharse.
El marido se vuelve entonces y cierra la puerta.
—¿No te he explicado las partidas de pesca que
organizamos ahora? Vamos a un lago que hemos
descubierto, en el que solamente pescan los
indios...
y ya sabes que los indios no son aficionados a la
pesca.
—Sí, es cierto -contesta el anfitrión-.
Parece extraño que los indios no sientan pasión por
la pesca.
Probablemente se deberá a su extraordinaria
propensión al reumatismo.
El razonamiento es bastante absurdo, pero sirve para
distraer la atención de la pareja, lo que permite al
anfitrión abrir nuevamente la puerta.
Ellos se han subido el cuello del abrigo y respiran
con satisfacción el aire fresco de la noche.
La esposa es ahora quien se arranca con una receta
para cocinar el salmón, que descubrió bajo el
respaldo de un sillón destripado arrinconado en el
desván.
La charla divulgadora se prolonga durante quince
minutos.
Entretanto, el vestíbulo se ha ido llenando de
moscas, mosquitos, mariposas, libélulas y
luciérnagas, atraídos por la luz de la casa.
Son cerca de las dos, cuando, con poco disimulados
empujones, el anfitrión consigue finalmente librarse
de la pareja.

Es entonces cuando realmente empieza su trabajo.
Ayudado por los otros invitados, empieza a aniquilar
la bandada de insectos invasores, en cuya actividad
ha de emplear más de una hora.
Por último, todo queda silencioso y tranquilo, y al
cabo de un rato, el anfitrión yace descuidado en su
cama, adormecido por el blanco aletear de un
murciélago que, inexplicablemente, ha escapado a la
matanza.
Estos cultivadores de la despedida a largos plazos
tienen un compañero en el caballero que cada veinte
minutos se levanta, en actitud de marcharse.
Cuando esto sucede, el dueño de la casa se levanta
también y se pone de ‘muestra’, como un setter,
señalando la puerta del ropero.
Pero el infeliz no sabe que todo es en vano.
Aquel cretino tardará horas y horas en marcharse.
Lo que pasa es que padece de pantalonfobia, que es
una enfermedad que durante largos años ha traído de
coronilla a sastres y psiquiatras.
La enfermedad, que sólo puede curarse durante la
infancia, con los pantalones cortos, se manifiesta
en la incapacidad de controlar los movimientos de
las piernas cuando los pantalones se recogen hacia
las pantorrillas.
Por otra parte, las muecas que el anfitrión
interpreta como deseos de gritar al invitado, no
reflejan otra cosa que los esfuerzos del enfermo por
bajarse los pantalones.
Existe además la mujer madura, tipo bruja (suele ser
la esposa del marido que llegó con una hora de
anticipación), que llega en el preciso momento de
entrar en el comedor y que sostiene entonces una
áspera discusión con su marido (que, por aquel
entonces, lleva ya una media lagartijera).
Al ver que los contertulios avanzan hambrientos
hacia el comedor, la bruja advierte:
—Un momento, chicos.
(Ella llama chico a todo el mundo, con un total
desprecio del sexo, al parecer porque no posee
verdadera seguridad acerca del que la corresponde).

Un momento -gruñe- ¿no vais a permitir que tome un
trago?
—¿Whisky o martini? -pregunta solícito el anfitrión.
—Ya sabe que esas cosas me sientan mal.
¿Por qué no me prepara un bombercini especial?
El anfitrión preferiría prepararle un cocktail de
salfumán, pero fiel a los deberes de la
hospitalidad, sugiere amistosamente:
—¿Por qué no toma un poco de vodka?
—¡No me diga que no sabe preparar un bombercini
especial! -dice, mientras mira al huésped con cara
de lástima-.
Seguramente no alterna usted mucho.
Debe vivir completamente aislado.
(El anfitrión piensa que acaso fuera mejor).
La gente distinguida no bebe más que bombercinis.
Rubirosa trajo la fórmula de la argentina, y, aunque
no lo crea, se bebe exactamente igual que si fuera
leche.
Anoche me tomé tres y tuve unos sueños de lo más
excitantes.
¡Soñé con Paul Anka!
Pero, cuando se dispone a explicar el sueño con
pelos y detalles, el dueño de la casa dice
pacientemente, con una sonrisa como la de Mona Lisa:
—Si me dice cómo se hace, le prepararé uno.
—Pues se compone de una parte de whisky escocés, un
chorrito de ron, un tercio de granadina, unas gotas
de angostura y diez gotas de crema.
El anfitrión replica:
—¿No podría añadirse una trufa y una aceituna
rellena?
—Si es demasiada molestia -contesta acremente- me lo
prepararé yo misma.
Sin esperar reacción alguna, se mete en la cocina,
abre la nevera, se lía a gritos con la cocinera y
desbarata enteramente todos los preparativos de la
cena.
Otro tipo especial es el lobo solitario (tirando a
ardilla).

Suele llegar solo y temprano, y se entretiene hasta
la hora de cenar ingiriendo cantidades inmensas de
almendras, avellanas, piñones, etc., hasta agotar
las provisiones previstas.
Luego, casi harto, se enfrenta con la cena, en la
que apenas toma un poco de caviar y cuatro trufas.
Terminada la cena se dedica a las golosinas y es
capaz de hacer desaparecer dos o tres libras de
bombones de los que van a dos dólares sesenta los
cien gramos.
Que le den una ponchera llena de bombones y música
de Bach, y el hombre es completamente feliz.
En su tarea, desarrolla una técnica especial.
No lleva los bombones a la boca con los dedos, sino
que los proyecta hacia la misma desde una distancia
de ocho pulgadas y ni por casualidad le falla la
puntería.
Cuando ha acabado con las existencias de golosinas,
se levanta bruscamente y se larga, probablemente
para pasar la noche en la copa de un árbol.
Los métodos más sencillos acostumbran a ser los más
efectivos para librarse de los invitados de fin de
semana.
Unas oportunas observaciones durante la cena, son,
por lo general, de resultados seguros.
Por ejemplo, mientras se sirve el asado, podemos
comentar en tono quejumbroso:
—¡Hay que ver cómo ha subido el precio de la carne!
Hoy en día resulta difícil sacar adelante una
familia, y eso sin contar los invitados...
Al llegar a este punto, conviene echar una rápida
mirada al amigo de turno.
Si éste tiene algo de dignidad (y son bien pocos los
que la tienen) se dirigirá inmediatamente a su
habitación y recogerá su equipaje.
Si por el contrario, se trata de un gorrón habitual,
tales sutilezas constituirán una absoluta pérdida de
tiempo y se hará preciso servirse de procedimientos
más enérgicos, llegando incluso al empleo de la
fuerza.

De todos modos, no es prudente recurrir a la
violencia, a menos que el invitado sea una mujer o
un hombre muy enclenque.
(Al seleccionar los invitados, hay que tener siempre
en cuenta este detalle: elegir personas del menor
peso posible).
No obstante, si se presenta el caso de tener que
tratar con personas de talla y peso normales, pueden
utilizarse pequeñas argucias, como, por ejemplo,
cortar el suministro de agua o pegarle un tijeretazo
al cable del teléfono.
También puede quemarse su correspondencia, aunque,
si la que tienen es como la mía, la acción puede ser
contra-producente.
Gran número de personas son alérgicas a los petardos
en la cama y, tras pasar por la experiencia, suelen
salir pitando a la mañana siguiente, con un aspecto
semejante al de una chuleta empanada.
(En cambio, tuve una vez un invitado que se divertía
la mar con los estampidos, hasta el extremo de que
reclamó los petardos una noche que me olvidé de
ponérselos).
En caso de que alguno de mis amigos llegara a leer
esto y se creyera aludido en uno u otro personaje de
este ensayo, que tenga en cuenta que estoy
bromeando.
Y si desean invitarme a cenar, podemos encontrarnos
mañana a las seis en punto en el “Joe.s Coffe Pot”,
en la esquina de Main y la Quinta Avenida.


2.
CÓMO SITUARSE EN LA ESCALA SOCIAL
Hubo una época en que, cuando me hallaba ante una
hilera de cuatro o cinco cubiertos distintos sobre
la mesa de un banquete por todo lo alto, me sentía
enteramente desconcertado.
Pero esto era mucho antes de que me introdujera
verdaderamente en sociedad, hasta ser conocido por
el Elsa Maxwell de Hollywood.
Amigos que entonces se burlaban de mí cuando
participaba en alguna cena, vienen ahora a rogarme
que les aconseje en materia de etiqueta.
Las amas de casa me consultan acerca de qué vino
deben ofrecer con las alcaparras y me preguntan
dónde deben colocar al invitado de honor que acaba
de meterse en el bolsillo tres cucharas de plata.
Pero el cumplido que más agradecí, fue el que me
dedicó la propia Amy Vanderbilt.
Observando mi actuación durante una cena elegante,
confesó que, a mi lado, ella no entendía de
etiqueta.
Sus palabras exactas, las recuerdo bien, fueron:
—Si ese Mr.
Marx sabe una pizca de etiqueta, yo soy domadora de
leones.
Pero, aun así, hasta el aplauso y la adulación
llegan a hacerse fastidiosos.
Resulta molesto tener a todas horas gente que quiere
saber cómo ha conseguido uno triunfar en el juego
social...
especialmente si en aquel momento uno está besando
la mano a una rusa blanca emparentada con los
grandes duques.
(Creo estar seguro de que era rusa blanca porque
nunca he tropezado con una rusa que fuera de otro
color).
Naturalmente, podría remitir a los consultantes a
los manuales corrientes de urbanidad.
Sin embargo, éstos son de escaso valor práctico para
el hombre que, como yo, vive sin valet de chambre,
sin tres vinos distintos en la cena y sin caviar
para desayunar.
Lo conseguido por mí es simplemente el resultado de
observar unas pocas reglas muy sencillas y de
mantener constantemente limpias mis narices.

Es de subrayar que en 1959, asistí a 336 cenas, con
invitación expresa para doce de ellas.
Como es natural, uno tiene que invitar a la gente
también.
Pero no profundizaré sobre esto, porque, si se tiene
un poco de cuidado al planear las reuniones, puede
lograrse que las invitaciones lleguen a sus
destinatarios cuando se encuentran fuera de la
ciudad.
Como ya digo, esto requiere un cuidadoso “planing”.
En cierta ocasión, hallándome en Nueva York,
organicé una cena para doce amigos que, según los
periódicos, asistían a una convención en
Minneápolis.
Lo malo es que los periódicos estaban equivocados y
solamente cuatro de ellos habían acudido a la
convención.
Los otros ocho vinieron a casa y, créanlo o no, se
disgustaron aún más que yo por la falta de exactitud
del periodismo moderno.
En toda la casa no había más que cordilla para el
gato, y ni siquiera estaba el gato.
Yo mismo tampoco estaba en casa, porque estuve, sin
previa invitación, en una cena que se celebraba en
Brooklyn.
Menciono esta circunstancia porque se refiere a un
extremo que no ha merecido la debida atención de
otros especialistas en etiqueta social.
Aludo, naturalmente, al intruso, al comensal que no
ha sido invitado, o, dicho de otro modo, al gorrón.
Mi consejo, a este respecto, es el siguiente: cuando
el anfitrión, por una u otra razón, ha olvidado
invitarnos a la fiesta a que concurrimos, no es
necesario ponerle en evidencia llamándole la
atención sobre este detalle.
Sólo una persona de bajos sentimientos entrará en el
hogar donde no ha sido llamado diciendo:
—¡Vaya fineza la suya! ¡Mire que dar una fiesta y no
invitarme! He estado a punto de no venir...
En tales circunstancias, aconsejo, por el contrario,
mostrarse alegre y risueño.

Por otra parte, me parece más adecuado entrar por la
puerta principal, que hacerlo por la del servicio o
a través de la escala de incendios (esta última
forma de ascender socialmente me parece francamente
reprobable).
Resulta prudente mantenerse alejado del bar en los
primeros momentos, no tanto por delicadeza, como por
el hecho de que, al principio, allí se sirven
licores baratos destinados a los invitados.
La experiencia me ha demostrado que sacrificando un
dólar o dos en beneficio del mayordomo, éste nos
proporcionará la bebida que consume él mismo (y el
anfitrión, claro está).
Dado que las ropas hacen al caballero, hay que poner
especial atención en la forma de vestir.
Generalmente, en las invitaciones se especifica si
la cena es, o no de etiqueta.
Esta advertencia ha de ser lo más clara posible,
pues, de otro modo pueden surgir contrariedades.
Recuerdo a un miembro de una de las primeras
familias de Nueva York (la primera a la derecha,
conforme se entra en la Décima Avenida) que puso en
sus invitaciones: ‘No es preciso vestirse’.
Por desgracia, una de las invitadas, una dama
encantadora, excelentemente modelada, tomó la
advertencia al pie de la letra.
(Quisiera saber por qué habré puesto ‘Por
desgracia’).
Normalmente, para una mujer, resulta adecuado llevar
un sencillo traje de tarde por la tarde y un traje
de noche por la noche.
Respecto a los hombres, el problema es, aún, menos
delicado.
La corbata negra resulta siempre apropiada, siempre
y cuando no se prescinda del cuello.
En cuanto al frac y el chaqué, no sé por qué, pero
me sugieren la idea de un rabo parecido al de los
perros.
El gorrón experimentado procura ser siempre el
primero en sentarse a la mesa.

Así, si el vecino de uno u otro lado no son de su
agrado, tiene tiempo de cambiar las tarjetas de
sitio.
De ser sorprendido en la operación, es mejor no
exponer las razones que le impulsaron a hacerlo.
Es preferible adoptar una actitud constructiva,
observando alegremente:
—Se trata simplemente de que deseo sentarme junto a
la condesa Rittenhouse.
Los amigos del club me dijeron que uno se
desternilla de risa cuando consigue hacerla beber
unas cuantas cervezas.
(Es de pésimo gusto añadir al final, ‘¿Eh,
condesa?’) Nos ocuparemos ahora de los platos.
Lo primero que hay que tener en cuenta es que la
ensalada queda a nuestra izquierda, que, a menos que
se trate de espárragos, no debe cogerse con los
dedos.
El plato de la derecha (condesa Rittenhouse) no debe
de tocarse bajo ningún concepto.
Si la comida que se nos ofrece no es de nuestro
agrado, no es discreto gruñir ni comentar que mejor
hubiéramos comido en casa, sin tener que esperar a
las nueve menos cuarto de la noche.
Tampoco es prudente hacer observaciones que
impliquen una velada amenaza, tales como, por
ejemplo:
—Madame, si esta bazofia me produce dispepsia, le
mandaré mi abogado mañana por la mañana.
(Si la dispepsia se produce realmente, basta con que
los abogados concierten una indemnización adecuada).
Sin embargo, todo esto puede evitarse, si le decimos
a la anfitriona con la mejor de nuestras sonrisas:
—Querida Elsa, a trancas y barrancas he podido
tragarme la sopa y la ensalada, pero este potingue
es superior a mis fuerzas.
¿Por qué no manda que me frían un par de huevos?
Si se baila en la fiesta, el verdadero gentleman no
se propasará con su pareja ni intentará besarla,
sobre todo cuando la dama en cuestión exija la
presencia de un guardia a grito pelado.

En casos como éstos, hay que ser comprensivo y
tolerar con indulgencia el atractivo que para las
mujeres representa siempre el uniforme.
La mayor parte de las jovencitas no aceptan
determinadas promiscuidades.
(De no ser así, será que yo he tenido verdadera mala
suerte).
Por ello, es conveniente que aprendan a contener el
eventual manoseo de un caballero, sin llegar a
ofender su dignidad.
En casos tales, es aconsejable alguna observación de
tipo personal, como, por ejemplo:
—¿No le han dicho nunca que parece usted un pulpo?
Y ahora, vamos a comprobar si el lector ha
aprovechado mis enseñanzas.
Si en su combate con un trozo de pavo asado, éste
salta a la falda de la viuda que se sienta a su
derecha, (a) se excusará con vehemencia; (b) se
pondrá a llorar, o (c) dirá: —Madame, no era mi
intención obsequiarla con el plumífero, de modo que
haga el favor de devolvérmelo al momento.
¿Es correcto servir el “beef steak” con cebolletas y
almejas?
¿Está bien hacer figurar el apodo en las tarjetas,
dando por supuesto que nadie nos llama por nuestro
verdadero nombre?
Si sacamos a bailar a una joven y nos dice que le
duelen los pies, para, treinta segundos después
ponerse a bailar con un pollo que lleva más
brillantina en el pelo (y más pelo) que nosotros,
¿le pediremos que nos recomiende a su pedicuro o nos
consideraremos irremediablemente caducos?
Cuando la dama se hace cargo de la cuenta del
restaurante ¿ha de pasar el dinero al caballero por
debajo de la mesa o debe entregárselo abiertamente
al camarero?
Al salir de un cabaret con motivo de una razzia de
la policía, ¿quién ha de entrar primero en el coche
celular: el caballero o la dama?
Cuando una joven pareja está comiendo fuera de casa
y tiene una trifulca, ¿debe el marido golpear a su
esposa inmediatamente o es más aconsejable que
espere a que la cosa se reproduzca?
Describa el lector las líneas y colores de tres
vestidos de la Taylor.
¿Cómo reduciría al silencio al melómano de la
reunión, sin recurrir al martillo o el revólver?
Si el lector ha sido capaz de contestar
incorrectamente a siete de las cuestiones
precedentes, puede escribir solicitando la insignia
de nuestra Sociedad de Caballeros.
Por otra parte, veré con mucho agrado que me invite
a cenar en su casa la noche que mejor le venga.


3.
EL PARIA DE HOLLYWOOD SOY YO
La escala social de Hollywood es muy empinada y
susceptible de producir vértigos, pero, si se mira
atentamente debajo del escalón más alto se
descubre...
bueno, ya lo veremos más adelante.
Son las once de la noche y me encuentro sentado en
la cama, con las obras completas de Sir Walter Scott
y un vaso de leche caliente.
No hay que pensar, por esto que me he pasado toda la
tarde en la cama.
En realidad, acabo de regresar de una cena.
Éramos seis personas, contando con la anfitriona y
su esposo.
Antes de la cena, cada uno se tomó una copa de
jerez, y, después de cenar, correspondió una copa de
estomacal a cada uno y dos horas de conversación, a
soportar entre todos.
Los hombres hablamos de política, del problema del
tráfico y las mujeres, y las mujeres charlaron de
sus pelos, de la Sociedad de Padres de Familia y de
los hombres.
Hacia las diez y media, los bostezos se
generalizaron, y sobre las once, me hallaba en casa,
metido en la cama.
Después de residir treinta años en Hollywood, he
llegado lenta y progresivamente a la conclusión de
que, socialmente considerado, soy una escoria.
Finalmente, he alcanzado la convicción de que debo
de poseer la mayoría de las taras físicas que los
anuncios de la televisión prometen curar en
veinticuatro horas.
Sólo de este modo puedo explicarme la vida de
cartujo que llevo en una ciudad famosa por sus
orgías y cuchipandas.
Mi nombre no figura nunca en los ecos de sociedad de
los periódicos.
Bien es verdad que aparece con frecuencia en la
prensa, pero casi siempre es en relación con mis
futuras apariciones en la televisión o en el teatro.
Ni por casualidad se me cita en crónicas de fiestas,
como la que transcribo: ‘El señor Pío Rea y su
distinguida esposa reunieron a trescientas sesenta
parejas en un “garden party”, para celebrar el
regreso del Perú del conocido viajero Steve
Gwendolain.
El jardín, de tres acres de extensión, estaba
totalmente cubierto por un toldo de seda, y a medida
que iban llegando las parejas, eran obsequiadas con
una piscina en miniatura y un barrilito de champán.
La revista “Life” registró el acontecimiento, a
través de cámaras fotográficas que enfocaban
principalmente a las “starlets” de bikinis más
breves.
A las once en punto se inició una subasta burlesca
en la que la hija de la casa fue adjudicada a un
tratante en automóviles usados, que, bromeando,
aseguró que pensaba cambiarla por un Rolls Royce
nuevo, Kim y Frankie amenizaron la reunión con sus
canciones a partir de la una de la madrugada, y a
las tres en punto, por medio de grandes cañones, se
dispararon bellas muchachas desprovistas de ropas,
que fueron a parar a los brazos de los más
agraciados.
La orgía se mantuvo en todo su apogeo hasta que el
sol se elevó por detrás de las colinas’.
Al igual que los borregos, que viven en rebaños, las
gentes de esta ciudad viven en círculos cerrados, y
si uno no forma parte de ninguno de ellos, cuando
llega la noche no le queda más remedio que quedarse
en casa, arreglando la lavadora o la televisión, o
tratando de introducir una maqueta de fragata en una
botella de exiguas dimensiones.
Existe, por ejemplo, un grupo de aficionados a los
caballos.
Diariamente, salen al mediodía hacia un hipódromo,
equipados con prismáticos, periódicos hípicos y una
porción de chicas rubias.
Son incapaces de enumerar los cincuenta estados de
la nación, pero se saben de memoria los nombres de
los caballos que corren aquel día en las principales
pistas.
Los miembros de este grupo no perdonan un momento
para jugarse hasta las pestañas.
Juegan al póker en el viaje de ida y juegan al póker
en el viaje de regreso.
Después de cenar vuelven a emprenderla con el póker
y no dejan la partida hasta que es hora de salir
otra vez hacia un hipódromo.
En invierno, si tienen la suerte de tener un
divorcio pendiente, se marchan a Las Vegas o a Reno.
Allí pueden deshacerse de una esposa o un marido
avejentados, tienen ocasión de procurarse otro u
otra en mejores condiciones, y, por si fuera poco,
pueden, también, jugar al póker.
Podría decirse que practican el movimiento continuo.
Del mismo modo, se largan a Méjico City o toman un
avión hasta Jamaica.
Cuando, finalmente, se aburren de jugar, recurren a
los cabarets y otros lugares igualmente edificantes.

Estos locales son famosos por las camorras que
organizan, a pesar de que en los mismos es
obligatorio el frac.
Casi cada semana puede leerse en alguno de los ecos
sociales de la prensa una reseña del tono de la que
sigue: ‘Devereaux Barrett, estrella de “Dearth
Valley Days”, resultó herido ayer noche en el
Copacadero a consecuencia de un golpe dado con una
botella de ginebra.
Esta mañana, ante el juez, declaró que todo había
sido una confusión.
Manifestó que estaba debajo de la mesa, tratando de
calentar los pies de su amiga con el encendedor y
que, debido a las apreturas, aplicó el remedio
equivocadamente a la esposa de un conocido ingeniero
de minas que acertaba a estar en la mesa contigua’.
De todo hay ahí: vida, amor, alegría...
¿Y qué es lo que hago yo, entretanto? Estoy en la
cocina de casa, preparando licor de cerezas para la
sobrina de mi cocinera.
Ya estoy algo viejo para las prácticas atléticas,
pero creo que, ni siquiera en mis mejores tiempos,
cuando mis arterias eran tan flexibles como mis
pensamientos, hubiera sobrevivido a los hábitos del
grupo de los deportistas.
Jamás me han invitado, pero creo que casi es mejor
así.
Después de desayunar precipitadamente, montan a
caballo y no regresan al establo más que para correr
a zambullirse en la piscina de uno de ellos, no
importa de quién.
Entran y salen, y se mueven con tales prisas, que no
hay posibilidad de reconocerlos.
Luego, juegan al tenis, se llegan a la playa para
remojarse otra vez y juegan al frontón hasta la hora
de la cena.
Después de cenar juegan al ping-pong, hasta que otra
vez llega el momento de montar a caballo.
Mientras estos “superman” galopan por colinas y
cañadas, yo me dirijo a tientas al cuarto de baño,
tropezando con todo, en busca de una píldora que me
sirva de pasaporte para el país de los sueños.
En el grupo de los intelectuales, tampoco me tienen
en gran estima.
Físicamente, podría pasar por uno de ellos.
Tengo el cabello gris en las sienes, cojeo
ligeramente al andar y uso unos lentes bastante
gruesos.
Pero, mentalmente, me consideran deficiente.
A causa de un error que nunca me he explicado, me
invitaron a una de sus cenas.
En cuanto recibí la invitación, me fui corriendo a
la biblioteca pública y me empollé sobre una docena
de temas elegidos al azar.
Indagué sobre Platón, estudié las ideas de Spinoza,
y me tragué íntegras las Guerras de las Galias.
Cuando llegó la noche de la cena, fui a ella con la
seguridad de poder disertar sabiamente durante toda
la velada.
Ahora pienso de otro modo.
Se trataba de un grupo de escritores.
La mayor parte de las mujeres llevaban el pelo corto
y botas de montañero, y casi todos los hombres
tenían úlcera de estómago e iban descalzos.
Hasta que no encendieron todas las luces, no resultó
fácil distinguir entre los dos sexos.
Todavía estaba tratando de limpiar unas manchas de
mantecado que deslucían mis solapas, cuando la dueña
de la casa nos condujo a la sala de estar, donde nos
equipó con lápices y papel.
Entonces, cada cual eligió su bando y dio comienzo a
un bombardeo de preguntas que hubieran dejado
perplejos a Bertrand Russell, Nathan Pusey y Arthur
Schlesinger, padre e hijo.
Después de algunas escaramuzas preliminares, quedé
desplazado de aquel tejemaneje y me escabullí hacia
la cocina, donde reanudé la limpieza de mis solapas.
Hay, aún, otros muchos grupos y grupitos, en
Hollywood.

Difieren entre sí en muchos aspectos, pero en todos
coincide un factor común: me evitan por todos los
medios.
No paso de ser una ola solitaria, perdida en la
inmensidad del océano social.
Tengo el deber de admitir que me encuentro
descorazonado, mas, sin embargo, me hallo firmemente
resuelto a escalar la cima social de Hollywood, un
día u otro.
Aquél día, estacionaré mi coche en el Sunset
Boulevard, y por una escasa paga, mostraré a los
turistas el exterior de las casas a cuyo interior no
fui nunca invitado.


4.
AVENTURAS DE UN HOMBRE EXTRAORDINARIO
No hace muchos años que Clare Boothe Luce era
nuestra embajadora en Italia y yo era un artista de
cine.
Cierta noche coincidimos en una cena distinguida.
La única causa de que yo estuviera allí, era que el
anfitrión me debía trescientos dólares, de una
partida de monte; convencido de que nunca los
cobraría, había decidido recuperar lo que pudiera
por medio de cenas gratuitas.
Mrs.
Luce se encontraba sola y lo mismo me pasaba a mí.
Estaba pasando unos días con unos amigos en Bel Air,
y éstos la habían dejado por ciertos compromisos.
Hacia la una de la mañana, los invitados empezaron a
marcharse y el anfitrión me rogó que acompañara a
mistress Luce a su casa.
Prudentemente, inquirí:
—¿Dónde vive?
—En el barrio de Bel Air -contestó mi amigo.
—Encantado -dije yo-.
Bel Air es un lugar maravilloso.

—Cuidado -advirtió nuestro anfitrión- hay mucha
niebla esta noche.
No vayan a perderse.
—¿Perderme yo? No se preocupe usted.
Conozco ese barrio como si lo hubiera parido.
No olvide que, prácticamente, soy californiano.
Ignoro por qué dije eso.
Acaso porque, en el fondo, soy un poco fanfarrón y
no desperdicio ocasión de darme tono.
Nunca había llevado en mi coche a un embajador,
fuera macho o hembra, así que, volviéndome hacia
mistress Luce, le dije con la innata galantería que,
desde niño, me ha distinguido de la chusma:
—Me honrará mucho llevar a su destino a una
eminencia como usted.
Juraría que Mrs.
Luce dio un respingo ante la estupidez de la frase,
pero tal vez fue sólo cosa de mi imaginación.
Resido en California desde 1930, o, por decirlo en
otras palabras, salí corriendo de Nueva York a raíz
de la gran depresión.
Podría añadir que disponía justamente del dinero
necesario para pagarme el viaje en tercera.
Sin embargo, a pesar de mis treinta años de
estancia, existen ciertos sectores de la ciudad que
desconozco enteramente.
A los cinco minutos de discurrir por el laberinto
que recibe el nombre de Bel Air, me hubiera dado
igual admitir que me hallaba en el centro de las
islas Salomón.
Quizás porque uso lentes bifocales, o, tal vez,
porque no me he graduado la vista desde la Primera
Guerra Europea, el caso es que mi sentido de la
orientación es manifiestamente defectuoso.
Si Daniel Boone viviera aún, se mondaría de risa
viéndome avanzar vacilante a través de una vecindad
totalmente extraña para mí.
A título de ejemplo, explicaré que la pasada semana,
habiendo ido a cenar a un lujoso hotel, franqueé una
puerta que creí la de los servicios para caballeros.

Pude entonces comprobar que, si las criaturas que
salían disparadas, presas de pánico, eran hombres,
sus atuendos resultaban algo alejados de la moda
actual.
Bel Air, estoy plenamente convencido, fue diseñado
por algún diabólico sádico que prescindió
deliberadamente de las proporciones y de la lógica.
Marchó ya, a enredar y también al infierno con sus
planos y sus trazados, pero yo me lo figuro en lo
alto de una torre, dominando su creación y riendo
histéricamente, mientras por un anteojo mira cómo
sus víctimas se cruzan y vuelven a cruzar, en su
desesperado caminar hacia el limbo.
Si se quiere tener una idea del trazado de las
calles de Bel Air, basta con echar una docena de
fideos bien hervidos sobre un plato, y después
lanzarlo todo por la ventana.
El resultado de esta operación reflejará fielmente
el plano de dicha zona.
Para acabar de aturdir al desgraciado conductor,
sobre las diez de la noche asciende del océano una
espesa niebla que hace invisible todo punto de
referencia.
Así, pues, emprendimos el camino audazmente y al
cabo de cinco minutos andábamos tan extraviados como
si nos encontráramos en el Alto Nilo.
Seguimos rodando a lo largo de una hora, conversando
sobre nuestro anfitrión, sobre política y sobre
todos y cada uno de los países del mundo, sin
olvidar los océanos.
Mrs.
Luce tiene una brillante conversación y como mi
diálogo se hacía cada vez más incoherente, empezó a
dar muestras de impaciencia.
Al igual que la mayor parte de mujeres que han
triunfado, Mrs.
Luce es una persona práctica y perceptiva.
Cuando precisamente estaba a medio explicar por qué
las pinturas de Rembrandt carecen de vida, me
interrumpió diciendo.
—Mr. Marx, no intento criticar su forma de conducir ni su
sentido de la orientación, pero, me tomo la libertad
de decirle que creo que no tiene la menor idea de
dónde nos encontramos.
¿No le parece que podíamos pararnos en cualquier
esquina para ver en el rótulo el nombre de la calle?
Indudablemente, Bel Air constituye uno de los
jardines más pintorescos del mundo.
Los postes de la luz están rodeados de jardines
ornamentales de regular elevación, para ocultar,
probablemente, que se apoyan en la acera, como los
de cualquier otra vulgar urbe.
La niebla se hacía cada vez más densa y la
visibilidad era nula a más de dos metros.
Acepté la sugerencia de mi acompañante y me detuve
en la primera esquina.
Salimos los dos del coche y a ruegos de ella me
encaramé por el farol, como si fuera un ejercicio
habitual en mí.
Los años que pasé en la Navy me fueron entonces de
gran utilidad.
Al fin pude leer el nombre de la calle.
—Mrs.
Luce -grité desde lo altoya no tiene por qué
preocuparse.
Sé perfectamente dónde estamos.
Sin embargo, ahora que estoy aquí arriba, quiero
aprovechar la ocasión para excusarme por haberme
extraviado.
La cosa es que distraído con sus fascinantes
opiniones acerca de las cuestiones internacionales,
he conducido con menos atención de la debida.
Bajé ágilmente del farol y fui a reunirme con ella,
entre húmedos matorrales.
En aquellos momentos, de la niebla emergió una
figura cuyo rostro reconocí, se trataba de Charles
Brackett, productor y escritor de la Twentieth
Century-Fox.
Mr. Brackett reside en Bel Air y padece de insomnio, lo
que hace que cada madrugada, a las dos, dé largos
paseos por las colinas, acompañado de su perro.
Esto nos da una idea de la fascinante existencia que
lleva la mayor parte de los productores
cinematográficos, en este apartado rincón.
Mr.
Brackett es un hombre lleno de dignidad que
raramente se inmuta, pero puedo afirmar que en
aquella ocasión quedó algo sorprendido, si no
alarmado, al observar dos figuras semiocultas por el
follaje a aquellas horas de la noche.
Nos examinó por un momento, como si no quisiera dar
crédito a sus ojos, y luego se volvió a su perro y
le dijo:
—Spyros, creía estar ya de vuelta de todo, pero, si
alguien me hubiera dicho que llegaría a ver a la
embajadora de los Estados Unidos en Italia y a
Groucho Marx metidos en un parterre a las dos de la
madrugada, no le hubiera hecho el menor caso.
Luego, saludó con el sombrero a Mrs.
Luce y, pacientemente, nos guió a través de aquel
laberinto, que, de haber sido más pequeño hubiera
podido servir para entrenar ratas.
Después, dio media vuelta y se desvaneció en la
oscuridad.
Mrs.
Luce dijo alegremente:
—Bueno, míster Marx, con esas instrucciones,
llegaremos a casa en pocos minutos.
La buena señora desconocía lo escaso de mi capacidad
de concentración e ignoraba, naturalmente, que había
olvidado enteramente cuanto nos acababa de decir
míster Brackett.
Entretanto, los amigos con quienes vivía Mrs.
Luce se sintieron inquietos por su prolongada
ausencia y telefonearon al anfitrión de la cena.
Éste les informó que había salido de su casa a la
una en punto y que debió llegar a la de ellos sobre
la una y cuarto.

Alarmados entonces, llamaron a la policía, que al
momento despachó dos coches-patrulla para registrar
el sector.
A las cuatro cuarenta nos localizaron.
Mrs.
Luce estaba plantada en el centro de un parterre y
yo, como de costumbre, encaramado en un farol.
Supongo que fue mera coincidencia, pero, al día
siguiente, Mrs.
Luce partió hacia Italia y yo regresé a la M.G.M.
En años posteriores, por una razón u otra, nunca me
ha vuelto a pedir que la acompañara a casa.


5.
VELADA DE ESPIRITISMO EN EL HOGAR
Con la posible excepción de los trapos, los
institutos de belleza y Frank Sinatra, existen pocas
cuestiones sobre las que coincidan las mujeres.
Uno de los tópicos que parece ejercer sobre ellas
una insana satisfacción es la magia.
Las esferas de cristal, las adivinadoras de
porvenir, los posos del té, los quirománticos, las
sesiones de espiritismo y otras paparruchas por el
estilo, las enajenan.
Todo esto sirve para demostrar que la civilización
femenina no se aparta más de quince años de la pura
caverna.
No obstante, ello forma parte de sus encantos, lo
mismo que sus tacones altos, sus prendas de nylon y
su blanca dentadura.
Yo las he visto horas y horas en torno de un
velador, febriles y con la mirada extraviada, y si
alguien se hubiera atrevido a decirlas que eran
ellas mismas las que lo movían, sin ayuda de ninguna
fuerza sobrenatural, le hubieran mostrado sus
nacarinas dentaduras y le hubieran mandado que se
callara y se fuera.

Al llegar a Hollywood por primera vez, fui a vivir a
una vieja casa de las colinas que estaba medio
derruida.
En aquellos tiempos, uno no podía echar a perder la
noche atendiendo a la televisión y había que buscar
otros medios de pasar las largas y tristes veladas
en que no se ofrecía ninguna cena fuera de casa.
El sexo había sido descubierto y abandonado por la
mayor parte de mis amigos.
Cierta noche, un cuarteto de esposas de amigos míos
estaba sentado alrededor de la chimenea de mi cuarto
de estar.
Eran mujeres olvidadas de la juventud, con hijos
mayores y cabellos recogidos hacia arriba.
Pero, ¿qué estaban haciendo? Apoyaban la punta de
los dedos sobre un objeto de madera semejante a un
pequeño velador.
La noche era calurosa y en la chimenea no había más
que unos periódicos viejos y unos leños semiquemados
del invierno anterior.
Y allí estaban ellas, pobres imbéciles, dándole
empujoncitos a aquel endiablado objeto, ajenas a
cuanto las rodeaba y en plena excitación.
Estoy seguro de que un buen terremoto no hubiera
conseguido apartarles de su concentración.
Al cabo de un rato, me acerqué y amistosamente les
pregunté cuál era la causa de su actitud.
Una de ellas me mandó callar.
Otra, más ocurrente, murmuró:
—¿Por qué no revientas?
La tercera me increpó:
—¡Lárgate, cretino!
La cuarta, más comprensiva y explícita me indicó:
—¡Has de saber que estamos en contacto con el
espíritu de George Washington, so memo!
¿George Washington? Aún, si hubieran dicho George
Raff, acaso las hubiera comprendido.
¡Pero, Washington! Lleva muerto casi doscientos años
(y probablemente está más atareado que nunca), y
allí estaban aquellas cuatro microcefálicas tratando
anhelantes de entrar en contacto con él.

Hubiera llegado a comprender que intentaran ponerse
en contacto con su esposa, pero ¿qué demonios podían
tener en común con George?
Pero aquellas ya maduras vírgenes seguían dando
empujoncitos al leñoso artefacto.
Finalmente, una de ellas dijo:
—George, estamos tratando de llegar hasta ti.
¿Percibes nuestras señales? ¿Nos oyes?
No sé si George las oyó o no, pero el caso es que de
la chimenea salió una rata de tamaño regular y las
cuatro mujeres entre desmesurados chillidos fueron a
refugiarse sobre el piano.
Nunca pude convencerles de que la rata no era
precisamente el padre de la nación americana, y,
bien pensado, tal como van las cosas, es posible que
sí lo fuera.


6.
ENTRE EXTRAÑOS MEDIUMS
Hace años, cuando vivíamos en el South Side de
Chicago, dicho barrio se había hecho bastante
populoso.
De entonces a acá la mayor parte de los nativos
adinerados han emigrado, desplazándose más al sur o
tomando las carreteras del North Side, que, si uno
se descuida, pueden conducirle hasta las cercanías
del polo.
A medida que sus grandes mansiones fueron
enmoheciéndose y arruinándose, avanzó su invasión
por parte de sastres, fontaneros, corredores de
fincas, doncellas equívocas y otros personajes de
pareja alcurnia.

En uno de aquellos caserones se albergaba una señora
dedicada al espiritismo.
Su publicidad alcanzó los más recónditos lugares del
South Side.
No recuerdo textualmente el contenido de sus
prospectos, pero recuerdo que estaban redactados en
un tono confortante.
En grandes letras escarlatas, venían a decir: ‘¿Le
gustaría comunicarse con sus seres queridos que ya
no pertenecen a este mundo? Recuerde que la persona
a quien amó le echa de menos.
Permita que le ayudemos a comunicarse con ella.
Damos respuesta a cualquier pregunta acerca del
futuro.
Consulta diaria de 8,30 a 11 de la noche, en Mystic
Hall’.
Seguí la dirección y firmaba ‘Madame Ali Ben Mecca,
Supremo Exponente de las Ciencias Ocultas de
Arabia’.
Mi pasada experiencia y mis largos años de trifulcas
domésticas me indicaban que pronto o tarde me vería
obligado a asistir a una de aquellas sesiones de
espiritismo.
Realmente, hubiera sido más inteligente consentir en
ello a la primera insinuación.
Así me hubiera ahorrado varias semanas de peloteras,
recriminaciones y altercados.
Llegamos cuando la sala, espaciosa y sombría, estaba
ya casi llena.
Sobre el altar había dos urnas en las que quemaban
incienso.
Era un olor de los más peculiares que he conocido.
Mis años de actor de vodevil me permitieron
identificar al momento aquella mezcla de olores, que
correspondían, por partes iguales, a opio, coliflor
y excremento de perro.
Mi primer impulso fue desmayarme.
No obstante, mi acompañante femenina, veterana en
muchas guerras sin cuartel y habitual de las
liquidaciones de gangas, me acomodó rápidamente en
un taburete y se puso a abanicarme.

Tuvo algunas dificultades, pero al fin, consiguió
reanimarme a base de puntapiés en las canillas.
Mientras me sacudía como un perro de Terranova
cuando sale del agua, pude ver ante el altar a un
zombie alto y anémico, que vestía uniforme de
general ruso y cubría su cabeza con un gorro de seda
que alargaba aún más su figura.
El zombie nos previno de que habíamos de ser
pacientes.
Con entonación aterciopelada, nos explicó que, antes
de aparecer, Madame había de sintonizar su
ectoplasma con el mundo de los espíritus.
Siguió diciendo sandeces del mismo estilo durante un
rato, mientras el humo de las urnas iba llegando
hasta mí con efectos soporíferos.
Pero mi compañera, por su parte, estaba resuelta a
mantenerme despierto.
Cada vez que inhalaba una bocanada de aquella
aromática porquería, daba una cabezada, e,
inmediatamente, mi pareja me propinaba una patada en
la espinilla.
Al poco rato, además de sentirme intoxicado, tenía
los tobillos doloridos y llenos de hematomas.
De repente, resonó el batir de un címbalo y la
Madame de Arabia apareció en toda la magnificencia
de sus ochenta kilos.
Vestía vaporosas ropas terminadas en una cola que
sostenían sus dos cetrinos ayudantes.
La Madame bien podía ser de Arabia, tal como
anunciaba, pero para cualquiera que estuviera
familiarizado con el Sur, su estampa parecía
escapada de ‘La cabaña del tío Tom’.
Sólo le faltaba el ambiente de una plantación de
algodón.
Su entrada fue acompañada de un violento codazo en
las costillas que me atizó mi acompañante.
Antes de que me diera cuenta de lo que hacía, había
echado tres dólares en la escudilla que uno de los
ladrones subalternos paseaba por toda la sala.
Cuando la obesa adivina de la Arabia se hubo sentado
con toda la ceremonia requerida por su rango, el
zombie nos anunció que los tres dólares que habíamos
entregado no nos conferían derecho alguno en
relación con cualquier comunicación astral.
Solemnemente, explicó que aquello no era más que el
derecho de entrada, añadiendo después que, por cinco
dólares más, Madame se pondría en contacto con
cualquier amigo o pariente que hubiera tenido la
fortuna de palmarla.
—Si no tienen difunto a quien invocar, Madame
reponderá a cualquier pregunta que le hagan sobre el
tema que sea: cotización de acciones, resultados
deportivos, longevidad u otra cuestión que pueda
interesarles.
La Reina lo ve todo y todo lo sabe.
Ante la mención de otros cinco dólares, a pesar de
mi deplorable estado, me levanté instintivamente con
la intención de salir corriendo.
Pero mi dulce compañera, atenta a mis movimientos,
me agarró del fondillo de los pantalones y me obligó
a sentarme nuevamente en aquel maldito banquillo.
—¿Qué te ocurre, ahora? -gruñó con aspereza.
—¡Estoy harto y me largo! -repliqué.
—¡Oh, no! ¡Ni lo sueñes! ¡Te quedas ahí quietecito
y, además, aflojas los cinco dólares! ¡Tacaño!
—Oye -dije en tono conciliador- ya me han soplado
tres dólares.
¿Para qué voy a dejarme robar otros cinco?
No me interesa nada de lo que puedan decirme.
Acababa de descubrir que absteniéndome totalmente de
respirar, podía pensar de nuevo con lucidez.
—Es posible que tú no quieras preguntarle nada, pero
yo sí.
He venido aquí para comunicarme con el marido de mi
tía.
Era mi tío favorito y desde que murió, hace ocho
años, no ha cesado de enviarme mensajes.
Algunas noches vibramos al unísono.
En aquella época me consideraba muy ingenioso, así
es que contesté:
—¿Y por qué no le escribes una carta? Pero habrás de
escribirla sobre amianto... bien sabes dónde debe estar.
—Je, je -dijo ella- qué gracioso.
Causarías sensación en un club nocturno.
¡Afloja los cinco dólares!
Entretanto, Madame de Arabia se había sumido en
trance.
Con entonación suave y acariciadora, el zombie
anunció que, aunque su cuerpo material seguía
sentado en el trono imperial, su cuerpo astral se
desplazaba a través del mundo de los espíritus.
Y añadió que cuando regresara de su largo viaje,
todos los que hubieran entregado los cinco dólares
podrían hacerle las preguntas que quisieran sobre su
pasado, su presente y su futuro.
Mientras concluía su perorata, Madame Mecca empezó a
abrir los ojos, sus dos asistentes volvieron a
abanicar las urnas del incienso y la perfumada
niebla adquirió proporciones verdaderamente
alarmantes.
La primera pregunta corrió a cargo de una incauta de
rostro macilento que dijo que su marido no había
muerto, pero que había desaparecido y quería saber
cuándo volvería.
La verdad es que no hacía falta ser adivina para
responder a aquella cuestión.
Con mirar a aquel esperpento, bastaba para saber que
nunca volvería.
Lo que resultaba sorprendente era que lo hubiera
retenido a su lado siquiera diez minutos.
La Madame consultó con su zombie y después de unos
minutos de abracadabras y sortilegios, anunció que
aquella gárgola de marido regresaría al hogar dentro
de los diez años siguientes.
Dado que la bruja de la pregunta andaba por los
sesenta, dudo de que tal presagio la hiciera bien
alguno.
Entonces, se levantó mi compañera, dando a entender
así que tenía algo que preguntar.
Pero, adelantándome a sus movimientos, levanté la
mano e inquirí:

—¿Dice que su Reina puede responder a cualquier
pregunta que se le haga?
—Así es -respondió el zombie.
—¿Aunque no se refiera a ningún difunto?
—Madame Mecca no ha dejado nunca una pregunta sin
respuesta.
—Adelante, pues.
¿Cuál es la capital de North Dakota?
La Madame y su consorte se quedaron atónitos,
pasmados y desconcertados.
¡Maldita ocurrencia, preguntar aquello a quien
acababa de llegar del mundo astral! La Reina
permaneció rígida en su trono y luego se volvió
hacia el Príncipe.
Al parecer, éste se había enfrentado anteriormente
con problemas semejantes.
El mundo estaba lleno de escépticos, pero él tenía
siempre una solución a mano.
Hizo una seña a los dos acólitos que estaban
ventilando el incienso y les dio en voz baja algunas
instrucciones.
No sé qué les diría, pero parecieron ponerse muy
contentos.
Al cabo de un momento, me agarraban uno por cada
brazo y me expulsaban violentamente del local.
Ya en la calle, reclamé a gritos mis cinco dólares y
llamé luego a la policía.
Ambas cosas en vano.
La policía debía estar ocupada aquella noche robando
en un banco.
Y en cuanto a los cinco dólares, cerraron las
puertas en mis narices y no se volvió a hablar de
ellos.
Me senté resignado en la escalinata de piedra y
respiré gozoso el aire fresco del South Side de
Chicago.
Una hora después, apareció mi compañera.
Con ojos extraviados y entonación de soprano
histérica, me anunció triunfalmente que había
comunicado con su tío a través del medium.

—Me ha dicho que se sentía tan feliz como un
gorrión.
—Es fácil de comprender -dije yo-.
Esto pasa porque su mujer está aún entre nosotros.


CUARTA PARTE
LO QUE SUCEDIÓ A OTROS OCHO TIPEJOS
1.
MUTILADO DE AMOR
La actitud del gobierno respecto a la gente del
teatro ha sido siempre bastante curiosa.
El actor no posee nada, aparte de su cuerpo, su
talento y su magnetismo personal, y cuando se siente
pocho, se convierte en un simple recuerdo, que no
tarda en pasar al olvido.
Esto es también de aplicación para los futbolistas,
boxeadores y atletas en general.
Cuando uno posee una tienda de ultramarinos, o una
carnicería, y se pone enfermo, puede contratar a
alguien para que le sustituya.
En cambio, en cuanto un actor cae víctima del menor
catarro, sus ingresos se interrumpen inmediatamente.
Así, pues, no sean ustedes tontos y no se metan en
asuntos teatrales.
Compren un pozo de petróleo o unos centenares de
hectáreas de buena huerta.
Pero no compren nada que no reciba subsidios del
gobierno.
Hace ya años que los sindicatos teatrales tratan de
convencer al gobierno de la necesidad de
subvencionar a los pobres actores cuando se llenan
de achaques, pero, por lo visto, la presión ejercida
por los sindicatos nunca fue suficiente para forzar
decisión alguna por parte de los políticos de
Washington.
Durante la guerra, no hubo profesionales que
ofrecieran sus servicios con más generosidad que
ellos.
Las fábricas de automóviles y aviones, y otras
muchas industrias, se hincharon a placer con los
beneficios de la guerra.
Al actor le pagaron sus gastos, le dieron diez o
doce cochinos dólares diarios, y cuando se acabaron
los tiros, le dieron una medalla.
Ahora que he dejado de lucirla, lo mismo que mi
hermosa cabellera, puedo hablar con claridad.
Me referiré a una linda estrella que renunció a dos
suculentos contratos, para poder contribuir
patrióticamente, con su granito de arena, al
esfuerzo bélico.
Como sucede con casi todas las guapas, aquella
señora era bastante coqueta, por decirlo de un modo
delicado.
Su marido, alto, cadavérico y bastante chabacano
como escritor, estaba tremendamente celoso, tanto de
su belleza, como de sus millones de admiradores.
Un buen día, llegó la mujer a casa y le dijo al
marido que se sentía llamada por el deber y que iba
a realizar una gira por los campamentos militares,
añadiendo luego que su ausencia duraría por lo menos
un par de meses.
La insólita noticia estuvo a punto de sumir al
marido en un colapso.
Advirtiendo la trágica expresión de su rostro, trató
ella de suavizar el golpe.
—No te preocupes, cariño -le dijo-.
Aunque sé que estaré terriblemente ocupada, te
mandaré una postal cada día.
—¡Una postal! -respondió él, como un eco.
¡En realidad, no era gran cosa en sustitución de una
de las mujeres más apetecibles del mundo! Quien haya
recibido una postal ya sabe lo planas, breves y
asexuadas que son las postales.
Su mujer, en cambio, era esbelta, voluptuosa,
exquisita y fascinadora.
El marido clavó en ella una mirada llena de amor y
de ponzoña.
—¿Y crees que la simple contemplación de una triste
postal hará que me vaya satisfecho a la cama cada
noche?
¡Si hubiera supuesto tamaña aberración, me habría
casado con una postal!
-bramó el marido.
Aquella explosión era bastante absurda, pero ella no
se enfadó.
Comprendía que la noticia había sacado de sus
casillas al consorte, y, por otra parte, mujer al
fin, se sentía naturalmente halagada al comprobar
que la quería tanto y que la deseaba tan
apasionadamente.
Él, por su parte, estaba convencido de que, si ella
se iba de gira con quince o dieciséis actores, y se
exhibía cada noche ante aquellos apuestos y
sexoapetentes oficiales, había muchas probabilidades
de que regresara a casa acompañada de una criatura,
o, lo que sería peor, de que no regresara nunca,
sola ni acompañada.
Y no era que ella no le quisiera; lo malo es que
quería a todos los hombres, y los hombres la
encontraban irresistible como ellos resultaban para
ella.
Durante varios días, el marido trató de disuadirla
de su aventura, pero ella era algo más que una
patriota: era, ante todo, una ninfomaníaca.
Y, naturalmente, no prestó la menor atención a sus
lacrimosas súplicas.
Él la amaba con locura; pero, además, como sucede a
casi todos los maridos de mujeres de bandera; tenía
en ella menos confianza que en una serpiente de
cascabel.
Y todos sus argumentos resultaban inútiles.
Ella se limitaba a repetir:

—¡Yo amo a mi patria y he de hacer cuanto pueda por
elevar los ánimos de esos pobres chicos que lo
entregan todo!
Aquel entusiasmo impresionó al marido más de lo que
pudiera pensarse, pero, finalmente, dándose cuenta
de que no conseguía nada, trató de enfocar la cosa
desde otro ángulo.
—Escucha, nena -le dijo-.
¿Y piensas cantar y bailar en esa gira?
—No, cariño -contestó ella-.
¿Recuerdas aquella obra de suspense que vimos en
Broadway no hace mucho?
Se llamaba “El cadáver insepulto” y la escena
culminante era aquella del segundo acto, en que
alguien abría un armario y caía desplomado un
cadáver en medio del escenario.
Ésa es la obra que vamos a representar.
Los muchachos disfrutarán con ella.
Mientras escuchaba sus explicaciones, el astuto
marido había ido elaborando una idea genial.
Así que comentó inocentemente:
—¿Y no hace nada más en toda la obra, el actor que
representa el cadáver?
—Casi, casi -replicó ella-.
Dice un par de frases en el primer acto, pero
cualquiera podría hacerlo.
—¡Bravo! -exclamó con aire triunfal-.
Entonces, cariñito, como que a mí me da igual
trabajar en mi estudio que escribir en cualquier
base del ejército, interpretaré el papel de cadáver
y así estaremos juntos, día y noche.
Cuando oyó aquello, la chica se dio cuenta de que
había metido la pata hasta el ombligo.
Acababa de perder su mejor oportunidad de quedarse
callada.
—Yo creo -prosiguió él acariciador- que cuando dos
seres se quieren tanto como tú y yo, no deben
separarse nunca.
Ya sabes el refrán: En ausencia del marido,
cualquier pillo es bienvenido.
-Y rió alegremente de su propia ocurrencia.

Pero ella no reía.
Se sentía confusa.
Con todo lo trapacera que era, no veía el modo de
deshacerse de la sutil red en que había caído.
En honor de la chica, hay que advertir que no trato
de sugerir que estuviera dispuesta a llevar su
sacrificio por la tropa hasta el extremo de
abandonar a su marido; lo cierto era que, ya que iba
a ofrecer sus esfuerzos a los combatientes, no veía
por qué no pasar algún buen rato, al mismo tiempo.
Días después, acudieron al ensayo.
En el transcurso de la representación, el marido se
desplomó desde el armario con un realismo digno de
los Barrymore.
Ningún otro cadáver, vivo o muerto, hubiera actuado
de forma más impresionante.
El director quedó encantado y le colmó de elogios.
Incluso llegó a aconsejarle que abandonara la
carrera de las letras para dedicarse al teatro.
Sin embargo, como no estaba acostumbrado a
desplomarse desde el interior de ningún armario,
aquel papel le resultaba en cierto modo contundente.
Así fue como, al tercer día, acorraló al director en
un rincón y le dijo:
—Oiga, amigo, si todavía tenemos que ensayar esto
quince días más, ¿por qué no colocamos un colchón
delante del armario? Me parece estúpido que esté
dándome porrazos inútilmente.
—Bueno, conforme -dijo el director-, pero sólo
durante los ensayos.
Ya comprenderá que cuando actuemos en público, la
cosa ha de dar sensación de realidad.
Quince días después, debutaban en la base naval de
Oakland, en California.
Todo iba como sobre ruedas, y cuando al abrirse la
puerta del armario, se desplomó el cadáver en
escena, de la concurrencia salieron gritos de
espanto.
El debut constituyó un resonante éxito.
Todos quedaron entusiasmados con los actores y con
su actuación.

El marido estaba tan contento al hallarse junto a su
amada, que al desvestirse aquella noche, apenas notó
un dolorcillo en la espalda.
A la noche siguiente, cuando se abrió la puerta del
armario, su derrumbamiento fue magnífico.
Nuevamente, el público gritó estremecido ante la
inerte caída del muerto.
Cuando aquella noche se acostó, lucía en la frente
un chichón fenomenal y el dolor de la espalda le
molestaba más.
En la tercera representación, se lastimó una
rodilla.
Y al final de la cuarta actuación, tuvo que ser
transportado al hospital de la base.
Un médico de la base lo examinó, y, dictaminó que
tenía una dislocación en la columna vertebral y que
era necesario someterlo a tracción.
Luego añadió que pasarían algunos meses antes de que
pudieran darle de alta.
Marido y mujer se hallan nuevamente unidos.
Él anda con ayuda de un bastón y cojea ligeramente,
y dice a todo el mundo que es un mutilado de guerra.
Pero no es verdad: lo cierto es que es un mutilado
de amor.


 2.
ENVIADO POR INVITADOS
Ahora es ya un hombre maduro, pero en su juventud
llevaba una vida bastante disipada.
Le gustaban mucho las mujeres, pero su verdadero
amor era el póker.
Con el paso del tiempo, la mayor parte de sus
compañeros de juego se fueron casando y se
acostumbraron a otros sistemas de diversión.
Si el lector ha estado casado alguna vez, sabrá muy
bien que cuando llega el amor, la libertad sale
volando por la ventana.

Alex no era de los que se casan.
Solía decir que nunca había conocido una chica que
le hiciera disfrutar más que una buena partida de
póker.
Sin embargo, cada vez se le hacía más difícil reunir
los jugadores suficientes, para gozar de aquellas
deliciosas veladas, que transcurrían en una pequeña
y recoleta habitación, entre humazo de tabaco y
vapores etílicos.
A pesar de que el hedor suele ser insoportable, este
ambiente resulta fascinante para el promedio de los
hombres.
Supongo que puede deberse a que éste es uno de los
últimos baluartes no invadidos por el cotorreo de la
mujer.
Para Alex no había caricias femeninas que pudieran
igualarse al delicioso estremecimiento que sentía al
tocar una baraja.
Era un jugador perfecto.
Cuando perdía, lo hacía del mismo modo que ganaba:
con una sonrisa.
Como es natural, prefería ganar que perder, pero
aquello no era lo más importante.
Lo que a él le encantaba era la compañía de sus
amigotes y el juego en sí.
Aquella lluviosa noche de diciembre, Alex llevaba
varias semanas sin jugar al póker.
Estaba solo y tenía el teléfono al alcance de la
mano, así es que empezó a llamar a aquellos de sus
amigos que seguían célibes.
Pero había escogido una mala noche.
La mayoría de ellos tenían compromisos.
Desesperado, llamó a sus amigos casados, pero
aquéllos, todos, tenían esposas.
La mujer de uno de ellos se puso al teléfono y le
dijo:
—Alex, a Joe le encantaría ir, pero prometimos a
mamá que la iríamos a ver esta noche.
Vamos a jugar al mahjong.
No jugamos dinero.

Ya sabes, como mamá es adventista no le está
permitido jugar por interés.
Aquello resultó bastante deprimente, pero, lo peor
estaba aún por llegar.
Otro marido se había de quedar a cuidar de los
niños, mientras su esposa asistía a un torneo de
bridge.
Una tercera señora le explicó:
—Fred se pirra por el juego, Alex, pero, aunque te
cueste creerlo, en estos momentos está en la cocina,
fregando los platos.
Hasta ahora, nunca se lo había dicho a nadie -
comentó con una risita- y si él supiera que te lo
estoy contando, me mataría; pero es que cuando me
propuso que me casara con él, me prometió que, si
accedía, me ayudaría siempre a lavar los platos.
Naturalmente, lo de que lave los platos, no tiene
importancia, pero yo lo tomo como una demostración
de lo mucho que me quiere.
Alex dudaba entre matarla o dejarla.
Finalmente halló una solución de compromiso: la
colgó.
Se encontró entonces ante un auténtico dilema.
Le repugnaba la idea de jugar con mujeres, pero...
a grandes males, grandes remedios.
Así es que llamó a cierta dama, amiga suya, que
tenía chicas para parar un tren.
Bueno, las chicas no estaban allí para eso, pero no
importa.
Aquella buena señora era la propietaria del lupanar
de más lujo de todo Hollywood, y Alex había sido su
asiduo cliente durante muchos años.
—Hola, Eden; soy Alex.
¿Cómo van las cosas?
—Ya te puedes figurar -dijo ella-, entre la lluvia y
los impuestos, esto no puede ir peor.
—¡Estupendo! Entonces, no hay problema.
¿Podrías mandarme tres chicas a casa, ahora mismo?
Es algo urgente.
—¡Tres chicas! -rió la dama-.
Pero, Alex, ¿es que has tomado de esas hormonas?
—¡No te las des de graciosa, Eden! ¡Me las envías o
me las buscaré por otra parte!
Media hora después, las tres gorronas llegaban
dispuestas a trabajar.
Al encontrar sólo a Alex parecieron un poco
extrañadas.
Una de ellas echó una mirada en torno y preguntó:
—¿Dónde están los otros dos?
—No hay otros dos -dijo Alex con un gesto
enigmático-.
No hay nadie más que yo.
—A que vamos a jugar a la gallina ciega -dijo otra.
—No habrá gallina ciega -contestó Alex sonriendo.
—Pues, entonces, ¿qué es lo que vas a hacer con las
tres, que no puedas hacer con dos o con una? -Y
mirándole fijamente, insistió-.
¡Sólo con una!
—No voy a hacer nada con ninguna de vosotras.
Lo único que quiero es que os sentéis alrededor de
esa mesa, que os quitéis los zapatos y que os
pongáis cómodas -repuso él.
—¡Que nos quitemos los zapatos!
¡Caray! ¡Esto es una orgía!
—¿Pero, qué pasa, Alex? ¿Tan derrotadas nos ves? -
dijo otra de las muchachas.
—De ningún modo, chicas -aclaró Alex-.
Tenéis todas muy buen aspecto.
Pero, ante todo, he de haceros una pregunta.
¿Sabéis jugar al póker?
Algo confusa, la primera chica dijo:
—Pues, claro.
No hacemos otra cosa, cuando flaquean los negocios.
Alex sacó bebida, dos barajas y varios paquetes de
cigarrillos.
Durante las cinco horas siguientes se enfrascaron en
el póker.
Él hacía todo lo posible por perder.
Quería que ganaran ellas y así sucedió.
Además, abonó a cada una de ellas los honorarios
correspondientes a su actividad normal.

A las tres de la mañana, Alex tiró las cartas, se
recostó en su asiento y dijo:
—Ya es bastante, muchachas.
Estoy cansado y me voy a enroscar.
La mujer es una extraña criatura.
En lo financiero, habían tenido una noche
espléndida, y sin embargo, las tres estaban algo
dolidas porque Alex no había visto en ellas más que
a unas compañeras de juego.
Alex tiene ahora cincuenta y tres años.
Se casó y tiene dos hijos mayores.
Las noches en que consigue que los chicos se queden
en casa, juegan, los cuatro, al póker.
No hay dinero sobre la mesa.
El ambiente no es turbio, y el juego, tampoco.
La cosa tiene su gracia, pero no es la que
acostumbraba a tener.
No en vano, Alex tiene cincuenta y tres años.


3.
LAS PLANTACIONES DE CHICO
De los hermanos Marx, Chico era el jugador.
No le importaba el dinero más que porque sabía que,
sin él, no podía jugar, y, porque la vida sin juego,
le parecía una porquería.
Era un gran jugador.
Tal vez uno de los más grandes.
Claro que, si se le compara con Einstein, Beethoven
o Salk, su magnificencia queda algo disminuida, pero
él no hizo nunca tal comparación.
Apostó contra los Yankees durante quince años.

No hablo de la Guerra Civil; me refiero al equipo de
beisbol.
Como es natural, al final de cada temporada, las
finanzas de Chico estaban como al principio, pero un
poco peor.
Pero sus debilidades preferidas eran las cartas, la
ruleta y las carreras de caballos.
En cierta ocasión, alguien le preguntó cuánto dinero
había perdido en toda su vida, y él contestó:
—Averigua cuánto tiene Harpo.
¡Eso es lo que he perdido!
Esta constante lucha por ganar dinero fácil, hizo
que Chico se viera obligado a trabajar duramente.
Mientras los demás hermanos holgazaneábamos a
nuestro antojo, Chico se mataba trabajando para
pagar a sus acreedores.
Reconozco que su vida era excitante, pero también
era agotadora.
Un verano en que se hallaba agobiado por las deudas,
firmó un contrato para actuar en un grupo de clubs
nocturnos de las principales ciudades del Sur.
No mencionaré el nombre de la primera de estas
ciudades ni el de su alcalde.
Según mis noticias, el aludido alcalde podría seguir
gobernando la ciudad.
Llegó a este país procedente de Italia cuando aún
era un niño, y trabajando duramente y haciendo algún
que otro negocio sucio, se convirtió en jefe de una
de las más activas urbes del Sur, antes de cumplir
cuarenta años.
Aunque su sueldo era solamente de 15.000 dólares
anuales, era enormemente rico.
No era fácil hacerse rico con la bagatela que le
pagaba la ciudad, incluidos impuestos y otras
minucias, pero tenía talento para invertir el dinero
en los lugares más convenientes.
Cuando actuaba, Chico siempre se presentaba vestido
como un emigrante italiano, y su caracterización era
tan buena que mucha gente no comprendía que pudiera
ser mi hermano.
Con demasiada frecuencia me han hecho esta pregunta:

—¿Cómo puede ser Chico hermano tuyo, siendo él
italiano y tú judío?
Al final me cansé de responder al acertijo y acabé
por decir a los curiosos que, si tanto les
interesaba, fueran a preguntárselo a mis padres, que
seguramente lo sabrían.
Chico era hermano mío y la única causa de que
adoptara el papel de emigrante italiano, era que
aquel tipo se prestaba a su peculiar talento cómico.
Cuando esta explicación no satisfizo a la gente,
remití las preguntas al Departamento de Inmigración,
y, en su defecto, al Departamento de Agricultura y
Ganadería.
El alcalde era amigo de la juerga y como aquella
próspera ciudad venía a ser su propia casa, tenía
abiertas de par en par las puertas de todos los
establecimientos nocturnos.
La noche en que Chico debutó en aquel club, el
alcalde se hallaba en una mesa cercana a él.
Le gustó Chico tocando el piano, pero, sobre todo,
le encantó su forma de hablar.
Le hizo recordar su Nápoles nativo.
Hubiera dicho que casi oía el rasgueo de las
mandolinas en las tiendas de los barberos y que
percibía el aroma de las ristras de ajo,
balanceándose bajo la brisa y aderezándola.
Se sentía orgulloso de Chico; se sentía orgulloso de
sí mismo, y se sentía orgulloso de todo el dinero
que era capaz de robar a la gente.
Le enorgullecía que Chico, un cómico famoso, fuera
italiano, fuera un amable campesino nacido en la
misma tierra que él.
En cuanto terminó la actuación, el alcalde corrió
hacia Chico y, abrazándole, le besó en las dos
mejillas.
Él y Chico se hicieron muy amigos.
Él quería a Chico y Chico estaba loco por el
alcalde.
Estaban juntos todo el día, y, por la noche, después
de la función, salían también juntos.

Pero, Chico no le dijo nunca al alcalde que había
nacido en Yorkville, barrio de Nueva York, que, no
sólo no es italiano, sino que está poblado por casi
un cien por cien de alemanes.
La noche en que terminaba el contrato, el alcalde,
como de costumbre, fue al camarín de Chico, donde,
con gran disgusto, descubrió a éste empaquetando sus
cosas.
—¡Chico! -exclamó-.
¿Pero qué pasa? ¿Por qué recoges tus ropas?
¿No estás a gusto aquí? ¿Por qué has de marcharte?
Chico le explicó que debutaba al día siguiente en
Birmingham, en Alabama.
—Birmingham es un asco de ciudad -adujo el alcalde-.
¿Por qué no te quedas aquí? ¡Ésta es la mejor ciudad
de todo el Sur!
—Verás -dijo Chico-, te aprecio mucho y también me
gusta tu ciudad, pero no puedo quedarme.
Soy un cómico profesional; así es como me gano la
vida.
Y mañana tengo que debutar en Birmingham.
El alcalde echó sus brazos en torno de Chico y le
dijo suplicante:
—Chico, tú eres italiano y yo soy italiano.
No tengo hijos.
Ni un sólo bambino.
(Descuidó decir que nunca había estado casado).
En su congoja, recurrió a su lengua madre, haciendo
una auténtica demostración de histrionismo italiano.
Chico estaba allí plantado, esperando pescar alguna
palabra suelta que tuviera algún significado para
él.
Acabó por ponerse nervioso y entonces empezó a
contestar al alcalde en alemán.
—Vamos, Chico -dijo el alcalde, volviendo al inglés,
afortunadamente-, quédate aquí.
Deja tu trabajo.
Quédate conmigo y yo me encargaré de situarte.
—¿Cómo? -preguntó mi hermano.
El alcalde pellizcó a Chico en una mejilla y le dijo
en voz baja:

—Mira, tengo veinte burdeles en esta ciudad, y son
de los caros.
¿Sabes qué voy a hacer si te quedas?
Te daré cinco de esas casas; todas para ti.
¡En tu vida habrás de volver a dar golpe, aunque
vivas cien años!
Más tarde, Chico me confesó que estuvo tentado de
aceptar y que estuvo a punto de decirle que, si le
daba ocho de las casas, se quedaba.
Pero añadió que la atracción del arte pudo más que
la atracción del alcalde y de todas sus golfas.
Aun así, en su ronda por todo el país según el plan
establecido por su contrato, pensó más de una vez
que, si las cosas se ponían mal, siempre le quedaba
el recurso de retirarse a las plantaciones de
prostitutas que tenía en el Sur, donde, por las
noches, ardería siempre una luz colorada en la
ventana, esperando su regreso.


4.
AL CALOR DE LOS NAIPES, EN UNA NOCHE GLACIAL
Hubo una vez un americano llamado Larry Blank,
dotado de extraordinario talento cómico, que, como
tantos otros profetas, no pudo serlo en su tierra.
Como no era tonto, decidió romper amarras y zarpar
hacia países más acogedores.
Así fue como un buen día nuestro hombre se encontró
en Londres.
Por una u otra causa, los ingleses pensaron que era
el cómico más gracioso desde los tiempos de Enrique
Viii, y, de la noche a la mañana, se convirtió en
una popular estrella.

Con sus gracias, Larry Blank ganaba bastante dinero,
pero, aun así, su principal fuente de ingresos era
el juego.
Pocas cosas había que no supiera hacer con una
baraja, y eran esas pocas las únicas que no hacía.
Sus especialidades eran el póker y el pinacle, y en
ellas había encontrado una sencilla solución para
que nadie le ganara los cuartos: marcaba las cartas.
Pero lo hacía con tal habilidad, que las señales de
los naipes sólo eran visibles bajo una potente lupa.
Afortunadamente para él, son pocos los jugadores que
van por el mundo dotados de tal equipo.
Entre su carrera teatral y el juego, se había hecho,
probablemente, el actor más rico de Inglaterra, pero
era miserable por naturaleza y vivía en un piso
bastante zarrapastroso del Soho.
En aquella época estuvimos trabajando en Londres, y
Chico y Harpo, que también se pirraban por las
cartas (en realidad, eran dos de los mejores
jugadores de los Estados Unidos), empezaron a jugar
al póker con míster Blank.
La reputación de tahur de éste había precedido a su
persona.
Nadie le acusaba de falta de honradez, pero, por
otra parte, nadie le acusaba de ser honrado.
La opinión general, dentro del escaso círculo de sus
amistades, víctimas casi todas de sus artimañas, era
que, no sólo había algo podrido en Dinamarca, sino
que también en Soho había algo que atufaba.
Sin embargo, hasta que Harpo y Chico no perdieron en
una semana sus ingresos de dos semanas, no se dieron
cuenta de que el éxito de Mr.
Blank en la mesa de póker no podía atribuirse
enteramente a su suerte.
Ganaba con demasiada continuidad y de forma algo
singular.
Finalmente, Chico y Harpo se percataron de que les
estaba tomando el pelo y llegaron a la conclusión de
que, si querían regresar a América sin hacer de
polizones, tenían que recurrir, también a alguna
treta.

Así fue como un buen día, le dijeron a Blank, sin
darle importancia:
—Tiene usted demasiada suerte en el póker.
La próxima vez jugaremos al pinacle.
No hubo objeción por parte de Mr.
Blank.
Después de todo, las cartas trucadas siempre serían
cartas trucadas.
Mientras pudiera valerse de ellas, igual le daba
jugar al bacarrá que a la mona.
La puja en el pinacle es bastante parecida a la del
bridge, y a los muchachos les resultó bastante fácil
establecer una serie de señales para indicarse
recíprocamente sus juegos y la forma de llevarlos
adelante.
A la noche siguiente, cuando se sentaron ante la
mesa de juego, Mr.
Blank desenfundó dos barajas y dijo:
—Andando.
—Si no le importa, Larry -dijo Chico-, usaremos
estas cartas nuevas, todavía precintadas, que hemos
traído.
Perdone, pero es que sufro una alergia que contraje
en Oriente, y cada vez que huelo a cartas viejas me
pongo a estornudar.
Mr.
Blank se dio cuenta de que le acababan de clavar sus
cañones, pero tenía la seguridad de que, con su
instinto de tahur, podría pelar a aquellos infelices
aun sin las cartas marcadas.
—Bueno -respondió-.
Lamento lo de su alergia.
También estuve en Hong Kong, y, verdaderamente,
aquello apestaba.
Y tras este cortés comentario, añadió:
—¿Empezamos?
El apartamento de Mr.
Blank era lo menos confortable que puede imaginarse.
Contenía cuatro sillas, una mesa y una diminuta
chimenea, donde ardían cuatro escuchimizados
palitroques.

Si el lector está familiarizado con las
incomodidades de las casas del Soho, le será fácil
comprender las causas de la persistente decadencia
del Imperio británico.
Desde medianoche hasta las tres de la madrugada, Mr.
Blank perdió continuamente, y, por una extraña
coincidencia, Chico y Harpo ganaron sin cesar.
Al cabo de las tres horas, se habían adueñado de
buena parte del dinero de Mr.
Blank, y estaban dispuestos a marcharse.
En cambio, Mr.
Blank, poco acostumbrado a perder, estaba
desesperado y les rogó que continuaran.
Ellos le contestaron que les gustaría seguir, pero
le hicieron ver que, si bien la temperatura del piso
resultaba apropiada para el patinaje sobre hielo, se
prestaba poco para juegos de salón.
A pesar de todo, accedieron finalmente, con una
sola condición.
Mr.
Blank habría de aportar algo de leña para animar el
esmirriado fuego de la chimenea.
—Son las tres de la mañana.
A estas horas no veo la manera de conseguirla -
objetó Mr.
Blank.
Los chicos se levantaron disponiéndose a salir y
dijeron:
—Lo sentimos, pero, en tal caso, la partida ha
concluido.
—Esperen, muchachos -dijo él-.
Los muebles que tengo son todos bastante viejos.
Los compré ya hace años por una miseria.
¿Se avendrían a continuar si convierto en leña una
de estas sillas?
—Conforme -respondieron.
Sabían que le tenían atrapado y que, cuanto más
jugaran, más sería el dinero de Mr.
Blank que cambiaría de manos.

Se produjo una hoguera alegre y reconfortante, pero
al cabo de unos minutos, la silla se había
consumido.
La habitación se fue enfriando de nuevo y se hizo
preciso sacrificar una segunda silla.
Los muchachos seguían ganando; animados por el
templado ambiente y por la elevada suma que le
estaban soplando a Mr.
Blank, se sentían enteramente felices.
Finalmente, la última silla pasó a la chimenea.
Continuaron entonces el juego arrodillados.
Si alguien hubiera entrado en la habitación en aquel
momento, probablemente se habría creído hallarse
ante tres píos mahometanos entregados a sus
oraciones.
El fuego se extinguió finalmente y la temperatura
descendió a niveles antárticos.
Nuestro trapacero amigo estaba desesperado.
No podía comprender su persistente mala suerte.
Nunca le había sucedido nada semejante.
¿Habrían señalado las cartas de forma que ni él
mismo lo notaba? No, no podía ser.
Había visto cómo rompían el precinto de las barajas
con sus propios ojos.
Si, por lo menos, conseguía retenerlos un poco más,
estaba seguro de que cambiaría su suerte y podría
recuperar lo perdido.
Así fue como suplicó a los chicos en tono realmente
patético:
—¿Por qué no juegan, siquiera, una horita más?
—Nos gustaría hacerlo, Larry -dijo Harpo-, pero mire
cómo tengo los dedos: azules y entumecidos.
Apenas puedo sostener las cartas.
Chico, por su parte, comentó:
—El otro día leí en la prensa que se aproxima la
edad de hielo que venían anunciando desde hace
siglos.
Yo diría que ha llegado esta noche.
Mr.
Blank esbozó una pálida sonrisa y dijo:

—Queda la solución de quemar también la mesa, si no
les importa sentarse en el suelo y jugar sobre la
alfombra.
Es una mesa barata y nunca armonizó con el resto del
mobiliario.
Dado que el resto del mobiliario se había disipado
ya chimenea arriba, la cosa tenía muy poco sentido.
Supongo que, en aquellos momentos, sus sesos se
hallaban seriamente afectados por la impresión de su
desacostumbrada mala suerte.
Los chicos, que seguían ganando, repusieron:
—De acuerdo.
En realidad, casi preferimos jugar en el suelo.
Pedazo a pedazo, la mesa fue pasto de las llamas.
Cuando su último fragmento quedó convertido en
cenizas, el frío volvió nuevamente, como un pariente
pobre en Nochebuena.
Harpo empezó a estornudar y a Chico le castañeteaban
los dientes.
Por último, éste dijo:
—Bueno, Larry, son las siete, nos estamos helando y,
además, tenemos hambre.
Nos volvemos al hotel, a deshelarnos y a comer algo.
Observaré, de paso, que Mr.
Blank, sobre ser un cochino tramposo, no se
distinguía precisamente por su hospitalidad.
Mis hermanos llevaban allí siete horas y todo lo que
les había ofrecido había sido una taza de Bovril y
unas galletas.
Hacia las siete de aquella fría y húmeda madrugada,
Mr.
Blank llevaba perdidos seis mil dólares y todo su
mobiliario, y los chicos habían ganado seis mil
dólares y estaban flirteando con la pulmonía y la
inanición.
El juego había de cesar.
Iban sus vidas contra su dinero.
Ya no quedaba nada que pudiera quemarse en la
chimenea.
Mr. Blank, desesperado, llegó a pensar en sacrificar al
fuego su propio cuerpo, pero, después de pensarlo,
acabó por desistir.
¿Cómo iba a poder seguir jugando desde la chimenea?
Así que, por vez primera en su prolongada y tortuosa
carrera, Mr.
Blank se vio forzado a admitir que había perdido la
noche.
Antes de marcharse, Chico y Harpo le dieron veinte
dólares, y le sugirieron que, si habían de volver a
jugar allí, convendría que encargara algo de leña.
Mr.
Blank era un tramposo, pero en cambio, no era
idiota.
De modo que tomó los veinte dólares y dijo:
—No creo que volvamos a jugar.
Con esta vez he tenido bastante.
Ya en la escalera, Harpo y Chico cambiaron un
jubiloso apretón de manos y se sumieron a tientas en
la penumbra de la madrugada.
Consiguieron un taxi y encargaron al conductor que
les llevara a toda prisa al restaurante más caldeado
de Londres.
El chófer pareció extrañado por el requerimiento.
—Yo diría -dijo- que lo que quieren ustedes es un
“buen” restaurante.
—No nos importa que sea bueno o no -dijo Harpo-.
Limítese a llevarnos a uno que tenga buena
calefacción.
Cuando se reanude nuestra circulación sanguínea,
decidiremos dónde comemos.


5.
RATAS EN LA CASA DE ZORRAS
No creo necesario mencionar el nombre de la ciudad
ni el del personaje.

Generalmente interpretaba teatro serio, pero la obra
que presentaba se vino abajo y hubo de dedicarse una
temporada al vodevil, uniéndose a la compañía en que
estaba yo con mis hermanos.
Era apuesto y elegante, y se comportaba como lo que
era un presumido.
Le invitaron, al mismo tiempo que a nosotros, a uno
de los más lujosos burdeles de la ciudad, y, aunque
no nos agradaba mucho su compañía, no hicimos
ninguna objeción por su presencia.
Como casi todos los egomaníacos, el hombre carecía
totalmente de sentido del humor.
Pero, lo que le faltaba de humorismo, le sobraba de
fanfarronería.
Apenas nos habíamos sentado en el salón, cuando él
ya se había adueñado de la situación, acaparando las
miradas de las chicas y de la madame.
Cuando en un lugar así se cae bien, le aprecian a
uno.
Pero cuando se cae mal, lo mejor que uno puede hacer
es largarse, antes de que surjan complicaciones.
De no obrar así, se corre el riesgo de que nos abran
la cabeza de un botellazo o de que nos desaparezca
la cartera.
Por otra parte, si nos excedemos en cualquier
sentido, lo más probable es que madame requiera los
servicios del matón de la casa, ducho en la
expulsión violenta de indeseables.
Llegamos hacia las once y media, cantamos algunas
canciones, y, luego nos tomamos unas cervezas y unos
bocadillos.
Sobre la una, cuando ya nos despedíamos, la madame
se acercó a nuestro amigo y con la mayor gentileza
le invitó a que pasara allí la noche.
Él, con su acostumbrado tacto, preguntó cuánto le
costaría la cosa.
Y la madame, con voz melosa, le contestó:
—Tratándose de ti, encanto, ni una perra.
Todas las chicas están locas por ti.

En toda la noche no han hecho más que hablar de ti,
y ahora me han pedido que te invite a quedarte toda
la noche, como invitado.
Al día siguiente, poco antes de la “matin\e”,
Shakespeare entró en nuestro vestuario.
Su rostro estaba más blanco que muchas sábanas sobre
las que he dormido.
Entonces, empezó a relatarnos lo que le había
acontecido la noche anterior.
Nos explicó que, después de irnos nosotros, se
acercó a él la chica más estupenda de la casa y le
dijo que la madame había organizado una especie de
rifa.
Ella había sido la agraciada e iba a tener el placer
de pasar con él toda la noche.
—Nena -murmuró él- ve arriba y espérame un momento.
Yo subo en seguida, nena.
(Lo de nena era el típico nombre cariñoso que se
empleaba en aquellos lugares).
—Subí a la habitación que me había indicado -siguió
diciendo- y quedé extrañado al observar que no había
en ella mueble alguno, con excepción de un viejo
catre de campaña.
No había alfombra ni sillas ni armario.
De repente, oí el girar de una llave en la
cerradura.
Me acerqué a la puerta y traté de abrirla.
Estaba cerrada.
Esto es una broma, pensé entre mí, y lo mejor que
puedo hacer es seguirla.
Me consta que la chica está loca por mí.
Estoy seguro de que no tardará en abrir la puerta
para llevarme a un dormitorio de ensueño.
>>>>La habitación estaba bastante oscura, pues sólo
la iluminaba una débil bombilla que colgaba del
techo.
Bueno, pensé, no es cuestión de quedarse aquí
plantado.
Me desnudaré y me echaré en el catre.
A falta de armario, coloqué en el suelo la ropa,
después de doblarla cuidadosamente.

Luego, me quedé mirando hacia la puerta, esperando
que se abriera de un momento a otro.
>>>>En aquel momento percibí un extraño rumor
procedente del otro extremo de la habitación.
A pesar de la poca luz, pude observar que, de un
agujero de la pared, salía una rata enorme.
Corrí a la puerta, y empecé a golpearla y a gritar
que me dejaran salir.
Pero, nadie me contestó.
Me senté entonces en el borde del catre, con el
pulso algo alterado.
El rumor continuaba.
Cogí un zapato y se lo tiré a la rata, pero fallé la
puntería.
Sin embargo, la rata desapareció y yo me sentí algo
aliviado.
Me eché otra vez en el catre, y, al cabo de poco,
volví a oír el mismo ruido.
Aquella vez tiré el otro zapato afinando más la
puntería.
Quince minutos después había arrojado en aquella
dirección toda mi ropa y las ratas empezaban a
aparecer desde seis puntos distintos de la
habitación.
>>Me sentía invadido por el pánico.
Las ratas siempre me han asustado.
Creo que preferiría enfrentarme con un león a tocar
tan sólo una rata.
>>Corrí de nuevo a la puerta, gritando que la
abrieran.
Hice girar el pomo desesperadamente, y, con gran
extrañeza, comprobé que la puerta se abría.
Era evidente que mientras yo gritaba alguien la
había abierto.
>>Dando voces para espantar a las ratas, fui hasta
el extremo de la habitación y precipitadamente
recogí mis ropas y zapatos.
Me encaramé en el catre y allí me vestí rápidamente.
Bajé luego corriendo las escaleras y, por fin, salí
a la calle.

Me paré un momento en la acera, todavía trémulo, y
entonces pude escuchar unas alegres carcajadas.
Miré hacia arriba, y, en una ventana del segundo
piso, vi asomadas a madame y sus seis chicas, riendo
a mandíbula batiente.
>>Salí a la carrera hacia el hotel, me encerré en mi
habitación y me tragué cinco píldoras somníferas.
Así, finalmente, conseguí dormitar un poco’.
Aunque no teníamos simpatía alguna por él, he de
admitir que sentimos pena ante su macabra historia.
Nunca había visto a nadie tan demudado.
Cuando, al cabo de unos minutos, se repuso un poco,
salió en busca del director para advertirle de que,
en el estado en que se hallaba, no se veía capaz de
actuar en la viñeta shakesperiana que venía
representando para los lugareños.
Aquella misma tarde tomó un tren y regresó a Nueva
York.
No sé cómo se las compondrían la madame y sus
chicas, pero resulta difícil comprender que pudiera
haber tanta rata en una casa de zorras.


6.
EL AMANTE ESPLÉNDIDO
Al frente de una de las principales agencias
publicitarias de Nueva York, se hallaba un holandés
de Pennsylvania, alto y desangelado, que tenía la
mujer y los hijos acostumbrados, a las normales
oficinas fastuosas en Madison Avenue y en Hollywood.
Cada dos meses, más o menos, los negocios le
obligaban a tomar un avión para llegar hasta la
Costa Occidental.
Preparaba estos viajes con gran anticipación, pues,
aunque amaba a su esposa, nuestro hombre era algo
mujeriego.
Y California, para él, era algo así como un coto de
caza privilegiado.

Como era una potencia dentro de la televisión,
estaba siempre invitado a las mejores fiestas.
Sin embargo, no tardó en descubrir que en aquellas
reuniones no había mucho que aprovechar.
La mayoría de las mujeres estaban ya casadas, o, si
no, a punto de hacerlo.
Nuestro holandés invitaba de vez en cuando a alguna
de las empleadas de su oficina, pero, al poco
tiempo, la mayoría de las chicas acabaron por
rechazar sus invitaciones.
Había circulado el rumor de que, aunque ofrecía
espléndidas cenas, el paso inmediato era,
inevitablemente, acompañarle a la suite que tenía en
el hotel.
Uno de los realizadores de televisión que trabajaban
para su agencia, dudaba de que su opción fuera
estimada para la temporada siguiente.
Pero, en cambio, estaba seguro de que nuestro héroe,
Mr.
Fred Schultz, era omnipotente, y sabía que bastaba
una palabra suya para asegurar la renovación del
contrato.
Para evitar su identificación, llamaremos Joe Cool a
este realizador.
Cierto día, Joe telefoneó a Mr.
Schultz.
—Amigo Freddie -dijo-, soy Joe Cool, su viejo amigo.
Me he enterado por mi agente de que acababa de
llegar, y como sé lo solitario que se siente usted
cuando está lejos del hogar, me he permitido
buscarle una jovencita para que le haga compañía.
—Joe -dijo Mr.
Schultz-, voy a decirle algo que nunca he dicho a
nadie y que espero usted no comente, especialmente
con mi esposa.
-Y subrayó con una carcajada su demostración de
ingenio, suponiendo que lo tenía.
Joe Cool, pensando en la renovación de su contrato,
rió entusiasmado la gracia.
—Ya sé, Fred, que usted las tiene a montones.
No en vano anda metido en negocios teatrales.

—Joe -prosiguió Schultz-, voy a ser franco con usted
y le voy a hablar con el corazón en la mano.
Es cierto que he salido con una porción de chicas en
esta ciudad.
Pero el caso es que, me avergüenza decirlo, nunca he
conseguido nada de ellas.
¡Oh, sí!
salen conmigo a cenar y me acompañan a un cine o a
una revista, pero cuando llega el momento de ir al
grano -ya sabe lo que quiero decir- entonces me
salen siempre con que les duele la cabeza o que
tienen que madrugar a la mañana siguiente.
Ya sabe usted que no pretendo ser un adolescente; me
doy cuenta de que tengo sesenta años y de que he
echado un poco de tripa, pero todavía conservo
completa la dentadura y me siento tan fuerte como un
toro.
Pues, aun así, todo lo que consigo, en el mejor de
los casos, es un besito y unas palabras de gratitud
por la velada.
La única mujer con quien consigo expansionar mis
ardores, es mi propia esposa, y usted comprenderá
que, después de treinta años de matrimonio, me
resulta tan aburrida como ver treinta veces la misma
película.
—Freddie, amigo mío -dijo Joe-, no ha de preocuparse
más por este problema.
Le tengo preparado algo que le satisfará
enteramente.
-Y casi pudo ver la sonrisa de Mr.
Schultz a través del teléfono.
—¡Joe, es usted mi padre! -exclamó Schultz.
Su voz se quebró y el auricular registró un sonido
que hizo pensar a Joe que acababa de tragarse dos
tabletas de bencedrina.
—La chica es una rubia de veintidós años, con unas
proporciones...
pero, ¿para qué vamos a entrar en detalles? Tiene el
mismo tipo que Jayne Mansfield y es soltera.
Si la hace beber tres martinis, se le subirá por las
paredes.

Y no vaya a pensar que es una cualquiera; es una
buena chica, pero se siente muy sola.
Mr.
Schultz estaba tan excitado por la breve
descripción, que se estaba haciendo incoherente.
Aquello dejó de ser una conversación.
—¿Quién es? -resolló- ¿Dónde está? ¿Cuándo puedo
verla?
—Todo está preparado ya -dijo Joe.
(Espero que los lectores me perdonarán esta
accidental vulgaridad)-.
Irá a buscarle al hotel a las siete y media.
Y no se preocupe por no ser demasiado joven.
A ella le gustan los hombres maduros.
Eran las cinco.
Schultz marchó a toda prisa a su hotel y pidió que
subieran a su habitación vodka, gin, bourbon, whisky
escocés, coñac, ginger ale y hielo.
No quería correr ningún riesgo.
Después de llegar el suministro, aún le quedaba una
hora de espera, así que se le ocurrió telefonear a
Pennsylvania, para explicarle a su mujer lo mucho
que la echaba en falta.
—Cariño, no puedes figurarte lo desgraciado que me
siento al estar lejos de ti -mintió cínicamente.
No siempre se expresaba en estos tonos cuando se
hallaba en casa.
A veces, no la hablaba en tono alguno.
Pero, en aquellos momentos se sentía algo incomodado
por su conciencia, y aquella llamada no podría menos
que halagar a su esposa.
A las siete y media se oyó un golpecito en la
puerta.
Al entrar la muchacha, Fred se inclinó galantemente.
Tan galantemente que sintió un crujido en la
articulación sacroilíaca.
A pesar de ello, consiguió enderezarse y saludarla
cálidamente.
Agradecía tanto la presencia de una dama en su
habitación, que incluso besó su mano.

Empezaba a sentirse como una especie de Charles
Boyer.
Mientras tomaban unas copas, miraba ansioso sus
apetitosas formas, como si fuera una serpiente
dispuesta a engullirse un cebado conejo o un
chiquillo ante el escaparate de una pastelería.
Pidió cena para dos.
Terminada la cena y retirado el camarero con el
servicio, hubo un poco de conversación, algo
inconexa y plagada de lagunas.
Luego, escogiendo cuidadosamente las palabras, Fred
sugirió la conveniencia de hacer lo que todos
podemos suponernos.
Antes de que transcurriera un minuto, la chica
estaba ante él con la misma ropa que llevaba
veintidós años atrás, al llegar a este mundo
miserable.
No es que hubiera acudido a la cita muy abrigada,
pero, a juzgar por la velocidad con que se
desvistió, Mr.
Schultz hubiera jurado que aquella chica superaba a
Frégoli.
Aborrezco la vulgaridad y las obscenidades, de modo
que evitaré al lector los detalles sórdidos.
Baste decir (como siempre dice mi abogado) que
aquella delicada y recatada muchachita, en el
transcurso de una noche maravillosa, enseñó a Fred
unos cuantos trucos que jamás hubiera podido
siquiera imaginar.
Después de desayunar, él dijo que debía de irse a la
oficina y que esperaba que volverían a verse.
Luego, con voz insegura, hizo alusión al dinero.
—Fred -protestó ella-.
Si he pasado la noche contigo, no ha sido por
dinero.
Había oído hablar de ti y estaba segura de que si
llegaba a conocerte me enamoraría de ti.
Siempre me han atraído los grandes negociantes.
Halagado por el cumplido, la besó apasionadamente, a
pesar de estar exhausto por su espectacular
actuación de la noche anterior.

Estaba orgulloso.
Cuando llegó a la oficina, explicó sus experiencias
al presidente y a varios vicepresidentes del
consejo.
Llegó incluso a presumir de su buen estado de
conservación.
—¿Saben lo que les digo? Últimamente me había hecho
a la idea de que ya no me atraían las mujeres
jóvenes.
Sin embargo, en la pasada noche he podido comprobar
que aún me encuentro en plena forma.
Lo que, desde luego, él no sabía, era que aquella
inocente y candorosa criatura, era una prostituta
conocida en toda la ciudad, contratada por Joe Cool
al precio de cien dólares.
No hay necesidad de repetir detalles, pero conviene
decir que cada vez que Mr.
Schultz volvió a Hollywood, Joe Cool se cuidó de
prepararle una u otra corderita.
En el transcurso de unos años se gastó probablemente
varios miles de dólares, y eran dólares que no podía
deducir en su liquidación de impuestos, pero, por
otra parte, su contrato se renovó regularmente, año
tras año.
El arreglo resultó beneficioso para todos los
afectados, incluida la señora de Schultz, en su casa
de Pennsylvania.


7.
LA LEGION FRANCAISE
Existe un productor de esta ciudad que gana por
término medio unos siete mil dólares semanales.
Aunque el lector no esté muy fuerte en números,
puede figurarse fácilmente a cuánto se elevarán sus
impuestos.
Este buen señor se casó con una chica que sacó de
unos almacenes de “todo a diez centavos”.

Con esto no quiero decir que ella tuviera este
precio.
Lo cierto es que era una moza muy atractiva.
La pareja se instaló en una hermosa finca, con dos
costosos coches, dos costosos niños y todos los
lujos que pueden comprarse con dinero.
Durante los dos primeros años, la chica fue una
esposa feliz.
No tuvo que fregar suelos ni lavar pañales.
Adornaba la cabecera de la mesa con su presencia, y,
cuando había invitados, escuchaba, atentamente las
sandeces teatrales que se prodigaban durante el
ágape.
En realidad, no hay otra actividad que pueda
compararse con la del actor.
Apenas existe un hombre, o una mujer, que no ansíe
exhibirse en la escena, la pantalla o la tribuna.
El mundo está lleno de exhibicionistas.
Yo creo que muchas de las personas que se introducen
en la política, lo hacen para encaramarse a una
plataforma y permitir que los demás los admiren.
Ésta es la causa del éxito de los concursos
radiofónicos y televisados.
Millares de individuos escriben a las emisoras con
la pretensión de aparecer en estos concursos, y, en
muchos casos, no es el dinero lo que les interesa.
Su principal anhelo es exhibirse ante un auditorio.
Como decía un oscuro poeta llamado Shakespeare, “el
mundo entero es un escenario”, y parece como si cada
persona quisiera estar en él, en la parte delantera
y en el centro.
Pues, bien, la esposa del productor no era una
excepción.
Como sucede a todas las mujeres, era algo chinche.
Cierto día hizo saber a su marido que deseaba entrar
en el mundo del cine.
Él observó que en Hollywood había otras dieciocho
mil muchachas, jóvenes y atractivas, ansiosas de
triunfar en el cine, y que, sin embargo, también
estaban sin trabajo.

—No dudo de que sea cierto, pero ellas no se han
casado contigo.
No hay que olvidar que tú eres un personaje en la
industria del cine y que podrías abrirme muchas
puertas.
—No sé a qué puertas te refieres -dijo él-, pero,
¿por qué este empeño en ser actriz? ¿Por qué no te
dedicas a la pintura o a la música, o, en última
instancia, aprendes uno o dos idiomas? Un poco de
cultura no te vendría nada mal.
—¡Oh, todas esas cosas me aburren!
En cambio, estoy convencida de que tengo talento de
actriz, y, ni tú ni nadie me disuadirá de ello.
No era aquella su actitud cuando la sacó de los
almacenes de “todo a diez centavos”.
Pero el matrimonio ejerce extrañas influencias sobre
el pensamiento femenino.
—Procúrame cualquier papelito -insistió ella-.
No me importa que no sea de importancia.
Cuando me vean en la primera película, lloverán
sobre mí los contratos; te apuesto la asignación del
mes que viene (que, dicho sea de paso, ya había
derrochado).
El productor tenía una porción de amigos y un buen
día, al llegar a casa, dijo a su mujer que había
conseguido para ella un papel en una película.
Se trataba solamente de dos líneas, pero,
desgraciadamente, se precisaba una muchacha que
supiera decirlas en francés.
—¿Qué clase de personaje es? -preguntó excitada-.
¿Es algo parecido al papel de Elizabeth Taylor en
“La gata en el tejado de zinc”?
—No; no es eso, exactamente -respondió él-.
Se trata de una escena en las Naciones Unidas, en la
que aparecen delegados de ambos sexos procedentes de
todo el mundo.
Ella estaba sumida en éxtasis.
—Supongo que podré aprenderme esas líneas en
francés.
¿Me darán, entonces, el papel?
—Creo que sí.

Pero no olvides que se trata sólo de dos líneas.
Aunque maldita la falta que le hacía el dinero, sin
pérdida de tiempo preguntó:
—¿Y cuánto me pagarán?
—Dado que es un papel hablado, ganarás doscientos
dólares por día de trabajo.
—¡Maravilloso! ¡Aceptado! -Y tomó el teléfono para
comunicar la noticia a todas sus amistades.
Al día siguiente, apareció en la escuela Berlitz,
donde contrató una serie de cien lecciones de
francés, al precio de mil dólares.
Hecho esto, se trasladó a toda prisa a la tienda de
discos y compró un sistema completo de enseñanza de
lengua francesa.
Al salir de allí, corrió a la librería para adquirir
las obras completas de Sartre, Anatole France y
Balzac, todas en su idioma original.
El rodaje no había de iniciarse hasta pasados dos
meses, y, por aquellas fechas, ella había aprendido
lo suficiente para elegir menú en un restaurante
francés.
Finalmente, llegó el día de su gran escena, y la
mujer articuló sus dos líneas en francés, con toda
la autoridad de De Gaulle echando a los argelinos de
París y mandándoles al infierno.
Cuando recibió el cheque correspondiente a sus
honorarios, descubrió que, tras las deducciones por
impuestos y seguros diversos, no le quedaban más que
142 dólares.
Su marido, que, como decíamos al principio, estaba
hasta la coronilla de tributos, tuvo que pagar el
impuesto sobre la renta de los 200 dólares, más los
mil de las lecciones.
Ella, por su parte, pagó de su pecunio los discos y
los libros, y le quedaron 20 dólares limpios.
Al pasar la película antes del estreno, se observó
que sobraban cuarenta minutos de proyección, de modo
que, entre otras, quedó eliminada la escena de las
Naciones Unidas.
La mujer de mi amigo se dedica ahora al yoga.

La moraleja de este episodio es la siguiente: cuando
tengas que comprar algo, ve a una tienda de lujo; te
saldrá más barato.


8.
EL TROTAMUNDOS
Ahora que casi estamos llegando al final de esta
monumental obra, ruego al lector que no piense
“¡gracias a Dios!”, porque todavía me quedan por
decir algunas cosas.
Con que, paciencia, y que no olvide que me siento
tan confuso como pueda sentirse él.
Nunca ha habido nadie que tocara acertadamente el
tema del sexo.
Es ésta una cuestión que ha traído de cabeza a
científicos, filósofos y urólogos, desde los días en
que Afrodita corría por los bosques haciendo de las
suyas.
De paso aclararé, por lo que pudiera resultar, que
existían las más diversas clases de Afroditas
corriendo por los dominios de los imperios griego y
romano.
En Sicilia, por ejemplo, había una que era mitad
hombre y mitad mujer.
En algunas ocasiones, en los días aciagos en que no
encontraba con quien juguetear, fuera de uno u otro
sexo, Afrodita se dedicaba a perseguirse a sí misma.
De aquí nació la expresión: “¡Compóntelas como
puedas!”
Para resumir, diré que Enrique Viii no tenía la
menor idea de la situación de sus vísceras, puesto
que afirmaba con todo el descaro que, al corazón del
hombre, se llega a través de su estómago.
Esto pudo ser cierto en los días en que Britania
mandaba sobre las olas y en que Enrique se
desayunaba con una pata de jabalí (u,
ocasionalmente, de esposa), pero actualmente, de
todos es sabido que nadie que se estime en algo, se
casa con su cocinera.
No niego que un estómago normal, sin úlceras y bien
alimentado, puede ser un factor de importancia en el
ejercicio del amor; pero, tal vez sería mejor que
empezara por el principio.
Hace muchos años, en nuestros viejos tiempos del
vodevil, nos instalamos una vez en una pensión de un
pueblucho que se llamaba Orange, en Texas.
Además de los hermanos Marx, aquella “menagerie”
comprendía seis picapedreros mejicanos, una patrona
mejicana y su hija, también mejicana.
En todas las ficciones, la hija del terrateniente,
lo mismo que la hija de la patrona, es
inevitablemente una belleza irresistible.
Pero, aquella hija, Pepita de nombre, era,
desgraciadamente, un esperpento.
Entre sus atractivos mejores se contaban varias
mellas en su sucia dentadura, un busto de
escrofulosa y una nariz que parecía un mapa en
relieve de los Andes.
A pesar de que éramos jóvenes y poco exigentes,
Pepita era un desafío al que ningún hombre que
estuviera en sus cabales hubiera respondido.
Cuando nos metimos en aquella casa de huéspedes no
teníamos la menor idea de que su cocina había venido
de más allá de Río Grande.
No es, extraño que nos quedáramos algo sorprendidos
al descubrir la primera mañana que el desayuno se
componía exclusivamente de tamales y café mejicano.
Por si el lector no ha probado nunca esa especie de
brebaje al que llaman café, lo describiré en pocas
palabras.
Consiste en achicoria, a la que se mezcla un poco de
arcilla para darle cuerpo; algo que nadie es capaz
de beber.
Los tamales del desayuno nos parecieron un singular
sustituto de los huevos.
Del mismo modo, tampoco estábamos acostumbrados a
los fríjoles a la hora de almorzar.

No obstante, cuando en la cena la patrona nos sirvió
carne con chile, como plato fuerte, llegamos al
convencimiento de que, aunque no estábamos en
Méjico, nuestros estómagos se habían orientado
decididamente en aquella dirección.
Aquella comida no nos sentó demasiado bien y pasamos
casi toda la noche agitados, gruñendo y dando
vueltas en la cama.
La comida que nos ofrecieron el martes y el
miércoles, no difirió en una sola haba de la que
comimos el lunes.
Al llegar el miércoles por la noche, habíamos
ingerido tal cantidad de aquella ardiente bazofia,
que nos pasábamos la mayor parte del tiempo bebiendo
agua, en un vano intento de apagar el fuego interno
que nos abrasaba las entrañas.
Después de nueve comidas mejicanas a lo largo de
tres días, comprendimos que el agua en cantidades
domésticas era una solución insuficiente para aquel
problema.
Era preciso un chorro caudaloso y continuado, algo
así como una buena manguera, pero, desgraciadamente,
no había ninguna accesible; ni siquiera en el
cuartel de los bomberos.
Los obreros mejicanos se tragaban la pitanza como si
fuera comestible, y aún, pedían más.
Nosotros la comíamos porque no nos quedaba más
remedio.
Aquella noche, mientras nos retirábamos a nuestra
habitación, Harpo, con la ilusión de que saltando y
moviéndose facilitaría la digestión del forraje,
empezó a trenzar los primeros pasos de su creación
“La cucaracha”.
Nuestro dormitorio contenía dos camas, una
palangana, una jarra, y una toalla para cada una de
las víctimas.
Como que el agua corriente no había sido introducida
todavía en aquella región de Tejas, la que contenía
la jarra desapareció rápidamente.
A pesar de que nos hallábamos en lo más crudo del
invierno, el dormitorio no precisaba de calefacción.

Nuestros estómagos, cargados de pimienta, tabasco y
habas coloradas, emitían calor suficiente, no sólo
para nuestra habitación, sino para el edificio
entero.
Llegué a creer que, entre los tres, podíamos haber
mantenido templado el Madison Square Garden, en la
noche más fría del año.
El miércoles por la noche, los efectos acumulativos
de aquella dieta latina, empezaron a dejarse sentir.
Apenas pudimos pegar ojo, en medio del concierto de
gruñidos, gorgoteos, imprecaciones y otros sonidos
animales, que ambientó nuestra habitación.
El jueves por la mañana, nos sentíamos poco
dispuestos a levantarnos para enfrentarnos otra vez
con aquella especie de comida, en la que las
especias abundaban más que la comida.
Hubiéramos ido a desayunar a una cafetería, pero no
teníamos dinero.
En aquellos tiempos, los actores éramos gente
sospechosa a la que se obligaba a pagar por
adelantado, especialmente en las pensiones.
No nos quedaba, pues, otra alternativa que completar
la semana a base de rancho mejicano o morir de
inanición.
Cuatro muchachos desesperados celebraron consejo de
guerra aquella mañana.
Como yo era el único que llevaba bigote, tomé
primero la palabra.
—Chicos -empecé-, supongo que todos estamos
dispuestos a admitir que somos jóvenes y sentimos
apego por la vida.
¿No es así?
Mis hermanos asintieron con la cabeza, al unísono.
—Siendo así, he tenido una idea tan brillante que
hasta mentira parece que se me haya podido ocurrir.
Si da resultado, estos últimos días que nos quedan,
no serán nuestros últimos días, y ya supondréis a
qué me refiero.
Oíd atentos.
Todos hemos visto y evitado a Pepita, la repulsiva
hija de la patrona, a pesar de que, tanto como
actores, como por hermanos Marx, no es costumbre
nuestra ignorar a ninguna mujer joven, mientras no
sea infrahumana.
Sin embargo, si queremos sobrevivir, uno de nosotros
tiene que someterse al supremo sacrificio.
En otras palabras, uno de nosotros tiene que
conquistar a Pepita.
Tendrá que decirla que está locamente enamorado de
ella y que lo único que podrá separarlos es la
comida extranjerizante que nos dan.
Habrá de hacer que Pepita persuada a su madre, para
que nos suministre comida a la americana durante el
resto de la semana.
Entre amorosas caricias, habrá de susurrar junto a
sus orejas de a palmo, que no puede vivir sin ella,
pero que las vituallas de su madre están quemando
vivas nuestras entrañas.
Mientras la abrace estrechamente, habrá de
prometerla que si puede solventar este problema, él,
por su parte, hará por ella lo que ningún hombre ha
hecho por una mujer, desde los tiempos del Paraíso.
El malestar que sentíamos a consecuencia de la
comida no hizo más que agravarse, ante el
pensamiento de tener tratos amorosos con Pepita.
En aquel instante, Harpo, aún bajo la idea de que
agitándose endiabladamente conseguiría aliviar los
ardores de su tubo digestivo, se puso a bailar “La
cucaracha”.
—Ahora, caballeros...
o hermanos, si lo preferís así -continué-, todos
sabemos que en el ejército, cuando existe una misión
muy arriesgada, se piden, ante todo, voluntarios.
Pero, afortunadamente, no estamos en el ejército, y,
por otra parte, es evidente que, después de conocer
a Pepita, nadie va a ofrecerse voluntariamente.
Por lo tanto, ya que todos somos hombres de honor,
os propongo que lo juguemos al palillo más corto.
Quien resulte afortunado, y valga el sarcasmo,
tendrá el placer de pasar la noche, haciendo lo que,
en verdad, es antinatural, con esa monstruosa
adolescente.

¿Tenéis que hacer alguna objeción?
Oí algunas expresiones obscenas que respondieron a
mi pregunta, pero no me parece oportuno
reproducirlas.
No he de olvidar que este libro puede caer en manos
inocentes.
—Concretando, pues -seguí-, esta noche, el señalado
por la suerte, no sólo rescatará a sus hermanos y a
sí mismo de la muerte por envenenamiento, sino que
pasará una noche de amor, que me atrevo a decir que
no olvidará en toda su vida.
En cuanto cesaron los exabruptos, preparé los cuatro
palillos, y, cerrando los ojos, deseé con todas mis
fuerzas no ser la víctima propiciatoria.
Mi bondad natural me prohibe mencionar el nombre del
desgraciado hermano al que el hado señaló con el
dedo.
Los supervivientes, locos de alegría por haber
escapado al contacto físico con Pepita, se
apresuraron a animar y dar buenos consejos al
condenado.
Éste gimoteó un poco, aunque sin esperanzas, pues
bien sabía que no quedaba otra salida.
Si hubiera tratado de desertar, los tres más
afortunados le hubieran vapuleado hasta convertirlo
en fosfatina.
El jueves por la mañana, mientras conteníamos las
náuseas ante una gran fuente de tamales, el que sacó
el palillo más corto (le llamaremos hermano X)
inició su campaña, mirando con ojos de cordero
agonizante a la doncella mejicana.
Decir que se sintió sorprendida y adulada, sería
decir muy poco.
En aquella casa superpoblada por diez hombres
jóvenes y apasionados, era la primera vez que un
varón la miraba sin ostensibles arcadas.
Mujer al fin, no tardó en tragar el cebo, mirándole
con los ojillos entornados y dedicándole sonrisas
que evocaban la halitosis.
El flirteo y los intercambios amorosos continuaron
durante el almuerzo.

Después del inevitable chile vespertino, mi hermano
X la preguntó, con un estremecimiento, si podrían
verse después de la representación.
Pepita, como era de suponer, le dijo que si quería
algo, no tenía más que pedirlo.
—Pero, antes -susurró- quiero sentirme en brazos de
mi apuesto caballero.
Aunque la sugestión le causó espanto, mi hermano X
no era cobarde ni mucho menos.
—Ten paciencia, mi rosa de Méjico.
Luego tendrás mis brazos y cuanto quieras de mí
(supongo que se refería a lo poco que quedaba de él,
después de cuatro días de aquella dieta infernal).
Pero antes quiero decirte una cosa.
Ya sabes que tanto mis hermanos como yo, adoramos a
los mejicanos.
Nos gustan vuestros modales y vuestras costumbres, y
siempre os hemos admirado en vuestra lucha por la
independencia.
Pero la comida que prepara tu madre, aunque es mejor
que la que dan en muchos restaurantes del Este, no
es la clase de alimentación a que estamos
acostumbrados, y perjudica seriamente nuestras
digestiones y nuestros libidos.
—Amor mío -dijo mimosa-, siento mucho que haya
pasado esto.
Pero dime qué es lo que quieres comer y mamá lo
preparará.
Bésame, corazón, que me tienes loca.
Al ver que se acercaba, él, instintivamente, se echó
atrás.
—Amada mía -dijo en medio de la retirada-.
Bastará con que tu madre, que por cierto es casi tan
linda como tú, nos prepare huevos, chuletas, pollos
y alguna verdura de la temporada.
Y ahora, amable lector, echaremos un tupido velo
sobre lo que hubo de ser el encuentro más desigual
habido en el mundo desde que David venció a Goliat.
El viernes amaneció un día radiante.
Ni una sola nube manchaba la inmensidad azul del
cielo.

Una suave brisa de poniente acariciaba el paisaje y
llevaba, de paso, a nuestras pituitarias el grato
aroma de los huevos con jamón que nos esperaban en
el comedor.
Me resisto a citar el nombre del hermano que
sacrificó parte de la noche a aquel espantajo, pero
he de reconocer que su gesto no fue estéril.
A la hora de almorzar, nos dieron pollo asado y
pasteles, y en la cena, tuvimos chuletas, patatas
hervidas y melón con mantecado.
Fue inútil que los tres restantes interrogáramos al
mártir sobre la noche anterior, y le gastáramos las
clásicas bromas, naturales en aquellas
circunstancias.
Mi hermano X, como todos los que tienen la grandeza
de sacrificarlo todo, permaneció silencioso.
Se limitaba a sonreír desmayadamente.
Pepita, en cambio, se mostraba excitada y
parlanchina, y no desperdiciaba ocasión de coquetear
con mi hermano.
Éste apartaba la vista cada vez que le miraba.
Cuando le servía la comida, se arrimaba a él,
tratando de sentir otra vez el contacto de su
cuerpo.
Pero él no era tonto, y cuanto más se acercaba ella,
más echaba él su silla hacia atrás, dispuesto a
echar a correr o a meterse debajo de la mesa, si se
hacía preciso.
En cuanto hubo tomado la última cucharada de
mantecado, mi hermano X, ignorando las insinuaciones
y los avances de Pepita, salió corriendo y no paró
hasta llegar al teatro.
Ya en el vestuario, todos sus hermanos le cubrimos
de elogios.
Con nuestros estómagos liberados de aquella horrible
dieta mejicana, ofrecimos una actuación excepcional.
Durante toda la obra seguimos cubriendo de halagos y
de palmadas en la espalda, a nuestro héroe.
He de reconocer que, con nuestra actitud, teníamos
algo desconcertado al público, pero, como que esto
es cosa que sucede normalmente en nuestras
representaciones, no le dimos ninguna importancia.
Después de actuar, regresamos a la pensión.
Allí estaba Pepita, ansiosa de otra noche de
éxtasis, sentada ante la puerta olfateando una rosa
y esperando a su amante.
Pero nuestro héroe estaba alerta y al observar la
presencia de aquella especie de gárgola, se deslizó
por la parte trasera de la casa, se coló por una
ventana y corrió a encerrarse en nuestro cuarto.
Antes de que abriera, tuvimos que esforzarnos mucho
para convencerle de que no éramos Pepita.
Aquella noche tuvimos un sueño suave y tranquilo.
Tras ella, llegó la mañana del sábado (como sucede
casi siempre, después de la noche del viernes).
Nos chupábamos los dedos pensando en las deliciosas
comidas que nos esperaban.
Nos vestimos precipitadamente y descendimos en
tumulto hasta el comedor.
Hasta que apareció Pepita y echó sobre la mesa una
fuente de tamales, no comprendimos, que la peor
furia del averno es preferible a una mujer
desdeñada.
En el almuerzo nos sirvió fríjoles.
¿Y en la cena? ¡Justamente! ¡Carne con chile y café
mejicano!
Así queda bien claro, que, a pesar de Enrique Viii,
el camino del corazón no pasa necesariamente por el
estómago.
En aquel caso, el camino de nuestros estómagos
pasaba por el corazón de nuestro hermano X.
Y tengo motivos para decirlo, porque el hermano X
era yo.


 QUINTA PARTE
LA FILOSOFÍA MARXISTA, SEGÚN GROUCHO
1.
LO QUE ESTE PAÍS REALMENTE NECESITA
Debo advertir ante todo que no soy candidato a nada.
Me gusta, simplemente, que se hable de mí.
El slogan de “Marx como vicepresidente” no mereció
nunca mi apoyo, ni, por otra parte, progresó mucho
en ningún momento.
Fue lanzado por un oscuro californiano que carecía
de experiencia política, y que, incidentalmente,
estaba completamente borracho.
La cosa en sí sucedió de un modo espontáneo.
Estaba en aquella tediosa cena charlando sobre los
problemas mundiales, cuando aquel tipo gritó de
repente:
—¡Propongamos a Groucho Marx para la
Vicepresidencia!
Naturalmente, me sentí aludido, y pregunté por qué
había sido elegido para tal honor.
¿Qué causa impulsaba a mis amigos a presentarme como
candidato?
—Porque el vicepresidente, por lo general, nunca
dice nada, y me ha parecido que esto podría ser una
experiencia insólita para usted.
A la vista está que el slogan no tuvo un nacimiento
demasiado feliz, y no ha de extrañar, por tanto,
que, como decía al principio, no sea candidato a
ningún cargo.
Pero no hay que interpretarlo mal ni confundirlo con
falsa modestia.
Si hay alguien dispuesto a proponerme de veras para
la vicepresidencia, yo estoy conforme, aunque admito
que es posible que me cueste algún tiempo
acostumbrarme a escuchar diariamente lo que se
cuenta en el Senado.
Recuerdo que, hará unos cuarenta años, hubo un
vicepresidente que se hizo famoso proclamando
simplemente que lo que este país necesitaba eran
buenos puros a cinco centavos.
Lo que este país necesita de veras es una buena
moneda de cinco centavos, y, a falta de ésta, un
buen cinco por ciento de impuesto sobre la renta.
Lo cierto es que he estado redactando unas notas
acerca de lo que necesita el país, sin incluir a los
políticos: En primer lugar, la nación precisa de un
buen bocadillo de jamón.
Me refiero al sencillo y anticuado (hoy en desuso)
bocadillo compuesto exclusivamente por jamón y pan,
que fue una institución nacional hasta que los
snack-bars, con su afición por las mezclas, lo
echaron a perder para todos nosotros.
A título experimental, entré ayer en una cafetería y
pedí un bocadillo de jamón.
—¿Jamón con qué? -preguntó el barman.
—Quería decir -replicó- si quería usted la
combinación de jamón con atún, la de jamón, sardina
y tomate, o la de jamón, bacón y pimiento.
¿Tomará usted ensalada de col o de patata?
—Jamón sólo -le supliqué-.
Un simple bocadillo de jamón, sin siquiera un poco
de tomate o lechuga.
El hombre me miró perplejo y por último se dirigió
al cajero, con ánimo de consultarle mi caso.
El jefe me dirigió una mirada preñada de sospechas,
y yo, a punto de sonrojarme, creí prudente
desaparecer, antes de que las cosas empeoraran.
Ésta es una de aquellas cosas que no debieran
suceder en este país.
Otra necesidad que nos apremia de forma imperiosa,
es un traje que permita que llevemos el tabaco sin
dar lugar a un voluminoso bulto en el bolsillo
correspondiente.
Alguien sugirió la idea de que los sastres
confeccionaran los trajes de tabaco, y, así, cuando
el usuario quisiera llenar su pipa favorita, le
bastaría con arrancar un trozo del vestido y meterlo
en la cazoleta.
No sé hasta qué punto podría esto ser práctico,
porque no me parece que sea muy adecuada una
chaqueta cuyas solapas se tufen.
Además, ¿dónde llevaríamos, entonces, el escudo de
nuestro club favorito o aquella flor temprana con
que celebramos la llegada de la nueva primavera?
En mi opinión, la única prenda que debería ser de
tabaco es el chaleco, porque, en sí, es una parte
del vestido que carece de sentido; ni es ornamental
ni proporciona abrigo ninguno.
En cambio, quedaría muy bien, por ejemplo, un buen
chaleco de hebra holandesa, ribeteado de tabaco de
Virginia.
Esto contribuiría eficazmente a mejorar el confort
del ciudadano americano.
Al diseñar esta innovación, un sastre dotado de
imaginación podría atender a otra necesidad, creando
un par de pantalones que se ocultaran
automáticamente durante la noche, con lo que se
evitarían muchos de los hurtos nocturnos de que
somos objeto, por parte de nuestras esposas.
Esta idea puede parecer propia de un visionario,
pero yo, personalmente, he realizado ciertos
progresos en torno a su contenido fundamental; he
logrado perder la camisa, bastándome para ello
ponerme a jugar al bridge de pareja con mi mujer.
Conozco a otro que subastó dos corazones sin tener
más que dos tricks bajos, y también logró que su
mujer desapareciera.
Aquello, naturalmente, resolvió su problema, pues, a
partir de entonces pudo colgar los pantalones donde
le vino en gana.
Pero esta solución no es recomendable en términos
generales, porque yo soy de los que creen que la
mujer tiene un lugar muy apropiado en el hogar.
Tiene un valor incalculable como madre, y también
como medio de información de que la vecina de
enfrente se ha comprado un coche nuevo, o un abrigo
de pieles, o de que su marido la saca de parranda
dos veces por semana.
Las mujeres son entes especiales que siempre se
figuran que no salen bastante de noche.
Pero si uno las sigue la corriente, entonces no
necesita ocultar los pantalones por la noche, porque
nada queda ya en ellos susceptible de hurto.
Otra necesidad nacional está constituida por un
nuevo tipo de lavandería que enviara, con cada
camisa planchada, una cajita llena de alfileres, en
lugar de obligar al sufrido cliente a que los vaya
recogiendo, uno a uno, de entre sus pliegues, o, en
su defecto, de los de su propia piel.
Mi planchadora y yo, hemos llegado a un acuerdo, a
este respecto: cada vez que me clavo uno de sus
solapados alfileres, yo la clavo a ella, pagándola
con un cheque sin fondos.
Sus gritos de angustia pueden oírse desde Culver
City hasta mi banco, en Beverly Hills.
Necesitamos igualmente un aspirador eléctrico que no
altere nuestra paz interior, gimiendo como un
reactor B-707, mientras intentamos descabezar una
siestecita de cuatro horas después de comer.
Con penas y fatigas, he podido resolver este
problema en mi propia casa, pero, como ahora
veremos, la solución dista mucho de ser ideal.
He establecido campos de minas en torno de mi cama.
(Los neutrales, como es natural, están provistos de
planos de los mismos).
De esta forma, si el zumbido pasa de una zona de
veinte pies en torno de mi lecho, la doncella corre
serio riesgo de morir despedazada.
La única desventaja que presenta el procedimiento,
es que, después de un impacto directo, casi siempre
hay que comprar un aspirador nuevo.
Y, también, una nueva doncella.
Por otra parte, los estropicios que se causan en el
suelo, son asimismo de consideración.
La lista proseguiría indefinidamente, pero, antes de
que me voten para la vicepresidencia y me vea
forzado a cerrar el pico quisiera expulsar de mi
organismo algún otro ensayo rebosante de sabiduría.
Por cierto; esto me recuerda que una de las cosas
que tal vez necesita más el país, es un pequeño
grupo de prudentes y experimentados ensayistas.


2.
SOBRE LA ECONOMÍA
La gente que habla de los buenos tiempos pasados,
suele hallarse alrededor de la cincuentena.
Recuerda con nostalgia el caballo y la calesa, la
bicicleta en tándem, y aquella barraca del patio
trasero que parecía una cabina telefónica, pero que
no lo era.
Son muchas las cosas entrañables que han
desaparecido, pero, ¿para qué pensar en ello? Si el
lector anda sobre los cincuenta, se acordará de
ellas con tanta claridad como yo las recuerdo.
La palabra “economía”, por ejemplo, carece
actualmente de un significado íntimo y hogareño.
El “Wall Street Journal” afirma que todo el país
está viviendo abocado a un precipicio de deudas; el
gobierno está entrampado hasta las orejas y lo mismo
sucede a la mayoría de los ciudadanos.
Es una carrera alegre y desenfrenada, pero en
Washington nadie parece darle importancia.
En los viejos tiempos, quienes eran pobres vivían
como pobres.
Hoy, en cambio, viven como si fueran ricos.
He discutido este asunto con amigos pertenecientes a
la clase de los que ganan entre ocho y diez mil
dólares al año, y, en la mayoría de los casos, han
admitido que no son dueños de muchas cosas que
poseen: el automóvil, la televisión, la casa, los
muebles, etc...
Su filosofía común parece ser: “¡Qué diablo; si
mañana podemos morirnos!” Sin embargo, si su
predicción se retrasa algunas décadas, lo más
probable es que acaben sus días como pensionistas
del estado.
La limpieza es la virtud que sigue a la santidad,
pero, en mi concepto, la economía debería
precederla.
Me considero uno de los últimos supervivientes de la
era de la tintorería.
Soy de aquel tipo de personas que apagan la luz
cuando salen de una habitación, y que cierran bien
los grifos para que no pierdan agua.
A pesar de que tengo cocinera, voy personalmente al
supermercado para escoger los artículos que,
eventualmente, ella se encargará de echar a perder.
La gente se queda asombrada cuando me ve estudiando
cuidadosamente las ventajas de un repollo sobre
otro, tentando los tomates u olfateando los melones.
Como soy bastante conocido, esto da a veces lugar a
situaciones algo embarazosas, pero no puedo
remediarlo.
Estoy convencido de que, en mi caso, la economía es
una tendencia inevitable, originada durante mi
deficitaria infancia, que no puede superarse, como
no se supera la vejez (en la que entré hace años).
Pero, no soy el único.
Tengo muchos amigos bastante ricachones que son
igualmente ahorradores en determinados aspectos.
Uno de ellos toma cada día un pañuelo limpio, pero,
antes de echar a la cesta del lavandero el anterior,
se suena en él enérgicamente.
Un buen día le interrogué sobre este detalle y me
respondió:
—Trato simplemente de extraer el máximo provecho de
cada pañuelo, y cuando me siento realmente
satisfecho es cuando pesco un resfriado.
¡Entonces sí que rinde de verdad el dinero invertido
en los pañuelos!
Tengo otro amigo (nadie hubiera imaginado que tenía
dos, ¿eh?), que viene a ganar unos doscientos mil
dólares al año.

Es capaz de llevar a uno a “Romanoff” en un Rolls
Royce, y, en cambio, aparcar a dos o tres manzanas
de distancia, para ahorrarse la propina del guarda
coches.
Y no es que sea tacaño.
Él lo explica así:
—Si voy a un restaurante de lujo y me gasto
cincuenta o sesenta dólares en una cena, quiero que,
por lo menos, el aparcar el coche me resulte gratis.
Conozco otro tipo que está calvo como un queso, y
que, sin embargo, cuando va al restaurante, aunque
sea en pleno invierno, deja su sombrero en el coche.
A consecuencia de ello, contrae frecuentes catarros,
y, un par de veces al año, una pulmonía.
Pero él dice que no le importa.
—Me resisto a dar medio dólar de propina a una
chica, sólo por colgarme el sombrero en una percha.
Me daría igual si fuera ella quien se ganara el
dinero, pero a ella no le queda una maldita perra.
El restaurante se reserva una parte del momio y el
resto va a parar a cualquiera de las bandas de
Chicago que controlan estas concesiones.
Soy liberal y tolerante con mi esposa, pero cuando
cenamos fuera, me desespera que, de repente, se dé
cuenta de que no lleva tabaco.
Cuando esto sucede, he de soltarle un pavo a la
chica de las faldas cortas, por un paquete de
tabaco.
En su vida privada, Jack Benny es un chico
extremadamente generoso.
En cambio, como actor, representa siempre papeles de
avaro impenitente, capaz de arriesgar su vida por un
dólar.
El público ríe hasta desternillarse con sus
miserias.
Les parece muy gracioso que mire el dinero como algo
que no debe malgastarse.
¡Veremos quién es el último en reír!
Fred Allen, un gran personaje, arrendó cierto verano
una casita en Maine por trescientos dólares.

Como él era actor y el dueño de la casa era de
Maine, se vio obligado a pagar la renta por
adelantado.
A principios de junio, ofrecieron a Fred doscientos
dólares por escribir una breve columna cada dos
días, por cuenta de un sindicato.
Esto sucedía hace tiempo, cuando doscientos dólares
eran todavía un montón de dinero, pero Fred rechazó
la oferta.
Le pregunté por qué no aceptaba, y me contestó:
—He pagado trescientos dólares por la casita de
Maine, y, si aceptara este encargo, tendría que
quedarme en Nueva York.
Perdería los trescientos dólares.
El sindicato elevó entonces la oferta hasta dos mil
dólares semanales, y Fred la rechazó nuevamente.
Luego le ofrecieron cuatro mil dólares y de nuevo se
negó.
—¿Por qué no te olvidas de esos trescientos dólares?
-le pregunté-.
Con lo que ganarías en una semana podrías comprarte
la casita.
Pero, también Allen tenía ideas peculiares acerca
del dinero.
Era de veras generoso, pero no podía tolerar el
despilfarro.
Y, además, su tozudez era proverbial.
—¡He pagado trescientos dólares por pasar el verano
en la casita -decía- y no voy a permitir que su
dueño se quede con mi dinero a cambio de nada!
En una ocasión estuve actuando en el “Orpheum
Circuito” con un cómico muy gracioso llamado Doc
Rockwell, que tenía su propio sistema de ahorrar
dinero.
Durante la primera semana que pasamos en Chicago,
Doc compró seis trajes de sarga azul por ciento
cincuenta dólares.
Para quien no ande mal de matemáticas, esto quiere
decir que cada uno le resultó a veinticinco dólares.
Su plan era llevar cada traje un mes, y, luego,
cuando estuviera sucio y arrugado, tirarlo.

—De este modo -me explicaba-, no tengo que pagar
tintorerías ni planchadoras, y, además, llevaré
siempre un traje nuevo.
Años atrás, en mi época heroica, como muchos
actores, solía comer en un “Automatic”.
La comida era muy buena, y supongo que sigue
siéndolo, pero, desgraciadamente, no puedo volver
por allí a causa de los cazadores de autógrafos.
La de veces que he explicado a mi hija, Melinda, lo
maravillosos que eran aquellos restaurantes.
Siempre le explicaba que bastaba con proveerse de
calderilla en la caja e irla echando aquí y allá,
para, al momento, obtener manjares de rey
(suponiendo que aún quede alguno por ahí).
La última vez que fui a Nueva York, llevé conmigo a
Melinda.
Íbamos ya camino de un restaurante de lujo, cuando
me preguntó por qué no la llevaba a almorzar al
“Automatic”.
—No -dije yo-, no te gustaría.
Hay demasiada gente y la comida no vale gran cosa.
—Pero, papá -dijo ella-.
Hace sólo unas semanas, me decías que la comida era
tan buena como la de cualquier restaurante de Nueva
York.
Me di por vencido.
Nadie puede imaginarse la presión que puede ejercer
una hija sobre su padre, a menos, naturalmente, que
sea su padre.
De modo que, antes de que me diera cuenta, me
hallaba ante la taquilla del “Automatic” de Horn y
Hardart, en busca de la calderilla necesaria para
dos almuerzos.
Melinda, más entusiasmada que si estuviera en el
“Club de los 21” o en el “Pavillon”, andaba de aquí
para allá, echando perras en cuantas ranuras
encontraba, como si aquélla hubiera de ser su última
comida.
Yo me decidí por un bocadillo de roast beef y
deposité cuidadosamente diez monedas en el lugar
correspondiente, pero, por causas ignoradas, la
ventanilla de cristal no se abrió.
Golpeé ligeramente con una moneda, pero la trampilla
siguió cerrada.
En vista de lo cual, traté de forzarla con los
dedos.
Súbitamente, detrás de la cristalina mampara, surgió
una fornida hembra, que, acercándose amenazadora, me
dijo:
—¿Es usted quien anda enredando en mi ventanilla?
—Así es -respondí.
—¿Y no sabe que tiene que echar diez monedas para
conseguir un bocadillo de roast beef de cincuenta
centavos? ¿Qué pasa? ¿Es idiota o qué?
¿No fue nunca a la escuela?
A aquellas alturas ya se habían reunido varios
comensales a nuestro alrededor, atraídos por las
voces de la empleada, y, para mi disgusto, me habían
reconocido.
Traté de ignorarlos y reclamé nuevamente mi
sandwich.
La matrona volvió al ataque:
—Permita que le diga una cosa.
Cada día tenemos aquí tipos de su calaña, que se
creen que, porque esto es un automático, pueden
hacer lo que les viene en gana.
Ya, entonces, el grupo de los espectadores había
aumentado notablemente.
De él se destacó un conductor de autobús y me dijo:
—Oiga, ¿no trabaja usted en la tele? ¿Por qué
discute, entonces, por cinco centavos más o menos,
con esta pobre señora? ¿Cómo se le ha ocurrido venir
a comer a un lugar tan triste como éste? ¡Si yo
ganara la pasta que gana usted, no me pillarían
aquí!
Revistiéndome de dignidad, repliqué:
—He venido porque mi hija quería comer en un
automático.
—¿Ah, sí? -dijo con sorna-.
¿Y dónde está su hija?

Lo que yo no sabía era que Melinda, para evitarse la
vergüenza, se había escabullido al empezar la bronca
y me estaba esperando en la calle.
Me imagino que ya debía estar algo impaciente.
La discusión con la matrona y el funcionario de
transportes fue elevándose de tono.
Y, para empeorar las cosas, los espectadores
empezaron a pedirme autógrafos.
Una mujer situada a mis espaldas, para atraer mi
atención, daba enérgicos tirones del faldón de mi
chaqueta.
Afortunadamente no tiraba de los pantalones, porque,
de haberlo hecho, allí hubiera quedado yo con mis
calzoncillos a lunares.
Por último, se acercó a nosotros un inspector, o lo
que fuera, y me interpeló:
—Mr.
Marx, soy un admirador suyo, pero, ¿puede decirme
por qué está usted dando este espectáculo por unos
centavos? Debería avergonzarse.
—¿Y por qué? -le pregunté indignado-.
¿Porque quiero un simple bocadillo de roast beef?
—Usted bien sabe que nuestras máquinas no mienten -
respondió-.
Si hubiera echado las diez monedas en la ranura
oportuna, ahora estaría comiéndose un bocadillo tan
bueno como el que puedan darle en cualquier otro
sitio de Nueva York.
La matrona terció entonces:
—¡Echó sólo nueve monedas, sabiendo muy bien que el
sandwich vale diez!
¿Por qué no echa lo que falta y se larga con su
asqueroso bocadillo?
El inspector se volvió hacia ella con gesto
amenazador y le dijo:
—¿He oído bien cuando usted decía que nuestros
bocadillos son asquerosos?
—Oh, no, señor.
No quise decir eso -explicó servilmente-.
Quise decir que él es un asqueroso miserable por no
echar la asquerosa moneda que falta.

Entre el intrincado altercado, la escritura de
autógrafos y la preocupación por Melinda, a quien ya
suponía embarcada hacia el Brasil, víctima de la
trata de blancas, estaba dispuesto a batirme en
retirada.
—No es por el dinero, sino por principio -dije-.
Devuélvanme las diez monedas y me iré a comer a
cualquier taberna, donde me traten con el respeto
que una estrella merece.
La matrona dejó caer nueve perras en mi trémula
mano.
Yo las eché al aire y rubriqué:
—¡Ahí tienen! ¡Esto les demostrará que el dinero no
me importa nada!
Y salí a la calle con paso majestuoso.
Recogí a Melinda y nos fuimos al “Colony”, donde nos
dieron un exquisito almuerzo por 27,60 dólares.
Sólo me resta dejar bien claro que jamás volveré a
pisar un “Automatic”, si no tienen la decencia de
devolverme los centavos que aún me deben.


3.
SOBRE LA SUERTE
No existe nadie que, sin suerte, pueda triunfar.
Ya puede uno tener el cerebro de Einstein, la
sagacidad de Barney Baruch y la prudencia de Platón,
que si el hada Fortuna no nos da el empujoncito,
igual dará que nos encerremos en nuestra habitación
y abramos la espita del gas.
No soy el primero que opina de esta manera.

Algo parecido dijo Schopenhauer durante una cacería
de jabalíes en la Selva Negra.
Que yo sepa, no hay una palabra de verdad en la
afirmación que acabo de hacer (me refiero a lo de
Schopenhauer), pero, de este modo, parece que me
siento más respaldado.
Con esos malditos rusos llenando la atmósfera de
cuerpos extraños, no hay quien tenga tiempo de
comprobar la veracidad de lo que diga cualquiera,
sobre cualquier cosa.
Y ahora que parece que hemos desenredado esta
disgresiva introducción, nos referimos a la suerte y
al papel que desempeña en el éxito.
Si, además de tener suerte, se da la circunstancia
de que uno tiene talento, la cosa, entonces, es
coser y cantar.
El mundo acudirá en masa a la puerta de nuestra
casa, para comprarnos lo que queramos venderle,
aunque sean ratoneras.
Hace algunos años, William Shakespeare quiso decir
algo parecido cuando escribió: “Existe un flujo en
los negocios de los hombres, que, llevado por la
corriente, conduce a la fortuna”.
Esto puede resumirse diciendo que hay que situarse
en el lugar preciso y en el momento oportuno, y que,
además, si es posible, hay que arrimar el ascua a la
propia sardina.
En los viejos días de la opulencia de Hollywood,
cuando sus cinco principales estudios producían casi
todas las películas que se proyectaban en el mundo,
aquellos potentados derramaban el dinero a su
alrededor, como si lo fabricaran ellos mismos.
Cualquiera que se preciase de algo, jugaba al polo.
Con pocas excepciones, no había nadie que lo hiciese
bien, pero la gozaban cayendo de los caballos.
El jefe de uno de aquellos estudios sentía tal
pasión por el deporte, que raramente iba a lugar
alguno sin llevar un mazo de polo bajo el brazo.
Frecuentemente, en el transcurso de una conferencia,
hacía ponerse a cuatro patas a uno de los peores
escritores de su equipo y daba unas cuantas vueltas
a la sala cabalgando sobre él, sólo por mantenerse
en plena forma.
Al literato de turno, maldita la gracia que le hacía
doblar el papel de caballo, pero, por lo general, no
tenía dónde elegir.
Necesitaba el empleo; era un pésimo escritor, y,
además, pasaba pensión a tres mujeres, de las que se
había divorciado sucesivamente.
Luego llegó el impuesto sobre la renta.
A medida que las tarifas fueron creciendo, los
caballos fueron disminuyendo.
Muchos de los dueños de cuadras de ponies, empezaron
a venderlos a los dictadores sudamericanos.
Los pocos jacos que quedaron fueron comidos, después
de asados.
Dicho sea de paso, el anca de pony asada es un
bocado incomparable.
El polo dejó de ser el barómetro social y las
estrellas empezaron a buscar procedimientos más
baratos para impresionarse mutuamente.
Fue entonces cuando alguien descubrió el tenis.
Era un deporte que casi todos podían practicar y que
todos podían subvenir.
Bastaba con disponer de un traje de franela, sudor
abundante, unas cuantas raquetas, y, claro está, un
campo de tenis.
Algunos de los muchachos llegaron a ser bastante
buenos en el juego.
Uno de ellos (llamado Theodore Flunk), en sus ansias
de ser el mejor jugador de la ciudad, dejó
esquilmados los naranjos y limoneros de la comarca e
instaló un campo de tenis reglamentario a espaldas
de su hogar.
Era soltero y vivía solo en una bonita casa, que
cuidaba con esmero un criado japonés.
Mr.
Flunk adquirió el hábito de jugar uno o dos “sets”
por la mañana, antes de ir al estudio.
Tenía la seguridad de que si se erigía en campeón,
sería muy probable que le confiaran la jefatura de
un estudio.

Pero no siempre le era fácil hallar un compañero, y,
sin éste, no tenía a quién tirar la pelota, ni, lo
que era peor, quién se la devolviera después.
Desesperado, preguntó al criado si le gustaría
compartir el juego.
El chico mostró sus dientes en una amplia sonrisa,
se inclinó ceremoniosamente y dijo que se
consideraría muy honrado ayudando a su venerable
señor a perfeccionar el juego.
Contra lo que era de esperar, el muchacho desarrolló
un juego bastante bueno; no tan bueno como para
vencer a su señor, pero sí lo suficiente para
constituir un interesante adversario.
Su patrón solía ganarle por 6-2 o 6-1, y, de vez en
cuando, tras alguna noche demasiado agitada, por 6-3
o 6-4.
Cierta tarde, Mr.
Flunk llegó a casa inopinadamente, en el preciso
momento en que el criado metía en su maleta tres
botellas de costoso whisky escocés.
Aquello le indignó.
Le disgustaba aquella manera de traicionar su
confianza.
Pagaba al muchacho generosamente, le ofrecía una
habitación llena de comodidades y le dejaba comer
cuanto deseaba.
Era evidente que, si su criado le había de robar el
whisky, no había ventaja alguna en seguir soltero.
Si habían de expoliarle, daba ya igual contraer
matrimonio.
Así, pues, fríamente y en tono mesurado, informó a
su oriental servidor de que, tras un plazo de dos
semanas, quedaba despedido.
Subrayó que no estaba irritado, sino, más bien,
dolido, muy dolido.
Le dijo a aquel bastardo hijo del Remoto Oriente que
la faena de las tres botellas de su mejor whisky,
había destruido su fe en él, y que, en consecuencia,
creía que lo mejor era que recogiera su kimono y sus
zapatillas de tenis, y se largara con viento del
este o del oeste.

A pesar de todo, seguía necesitando la práctica del
tenis, así que, a la mañana siguiente, se pusieron a
jugar como de costumbre.
En menos de diez minutos el criado batió a Mr.
Flunk por 6-0 y 6-0.
A poco que el lector entienda de tenis, sabrá que
ésta es la derrota más completa que pueda darse en
dicho deporte.
Aquel día, Mr.
Flunk atribuyó su ignominioso fracaso a simple mala
suerte.
El segundo día, con otro lamentable 6-0, 6-0, pensó
que la cosa se debía a la noche pasada en compañía
de una “starlet”.
Al tercer día, viéndose derrotado de modo tan
definitivo como en los dos anteriores, empezó a
sospechar que en aquel asunto influía algún factor
que no era precisamente el hada de la fortuna.
Bueno, en realidad, queda poco que añadir.
Jugaron diariamente durante dos semanas y en los
catorce días el patrón no ganó un maldito juego.
En el momento de despedirse el criado, su ex-señor
le interrogó:
—¿Cómo es posible que antes te ganara siempre y en
estas dos semanas no haya ganado una sola partida?
¡Ni un solo juego!
—Verá, señor -respondió el chico enseñando su
resplandeciente dentadura-.
Mientras era su criado, hacía cuanto podía por
complacerle.
Ésta es la costumbre oriental.
Sabía que al perder le hacía feliz, y perdía.
No siempre resultaba fácil.
Luego, señor, cuando usted me despidió, ya no había
motivo para que le dejara ganar.
—Puede que sea así -admitió, humillado, míster
Flunk-.
Pero yo juego al tenis bastante bien.
¿Cómo pudiste ganarme con tanta facilidad?
—Verá, señor -el mozo hizo una profunda reverencia-,
yo no siempre he trabajado como criado.

No hace mucho que vine desde el Japón, para jugar al
tenis cada día por toda América.
Verá, señor, era capitán del equipo internacional de
tenis del Japón.


4.
SOBRE EL TALENTO
Hace algunos años, Ziegfeld montó su revista en
Boston.
El estreno fue un acontecimiento histórico, pero en
aquella época todos los estrenos de Ziegfeld
resultaban memorables.
Al decir Ziegfeld, quedaba dicho todo.
Tenía las chicas más bonitas, la escenografía más
rutilante y los artistas de mayor comicidad.
No mencionaré el nombre de la estrella femenina;
baste que diga que, en una revista donde hasta el
último mono era admitido por su belleza, ella
sobresalía como una de las figuras más
resplandecientes del teatro.
No tenía demasiado talento, pero cantaba bastante
bien y bailaba con la misma gracia que la mayoría de
las coristas, lo que no es mucho decir.
Desgraciadamente, no tuve mucho trato con ella, y,
si lo hubiera tenido, no me hubiera hecho ningún
bien, porque a ella le gustaba beber y a mí no.
Por otra parte, era la entretenida de un rico
plantador brasileño.

No es que fuera una alcoholizada perdida, pero le
gustaba echar tres o cuatro tragos antes y durante
la representación.
En el primer acto, el telón se alzaba sobre una
escena de corte bucólico.
El escenario estaba cubierto de rosas y la muchacha
aparecía sentada en un columpio festoneado
igualmente de flores.
Mientras tan seductora muestra de feminidad se
columpiaba sobre la platea, entonaba una
cancioncilla, tan estúpida que estoy convencido de
que la había escrito ella misma: “¡Empuja un poco
más, empuja un poco más, y mira dónde pones las
manos, atrás!”
Pero, a nadie le importaba lo que cantaba.
Ni siquiera la oían.
No hacían más que mirarla.
Apenas había un marido entre el público, que no
estuviera hechizado por su belleza, y apenas había
una mujer que no quisiera fulminar a su marido con
la mirada.
En las semanas anteriores, en Filadelfia, su canción
no había provocado más que unos convencionales
aplausos.
Pero la noche del estreno en Boston, el teatro
parecía electrizado por la estrella y la ovación fue
ensordecedora.
El telón bajó y volvió a alzarse una y otra vez, y
una y otra vez, la estrella columpió sobre el
público de la platea sus bien formadas extremidades
inferiores.
Los actores, entre bastidores, se hallaban perplejos
ante aquella inusitada ovación.
Los tramoyistas también estaban desorientados.
El propio Ziegfeld quedó atónito.
Dudo de que en las paredes de teatro alguno resonara
nunca una demostración tan estrepitosa.
¿Qué podía haber añadido a aquella cancioncilla
tonta, para provocar casi un tumulto entre el
público?

En realidad, no había añadido nada; más bien
sustraído algo.
En aquella memorable noche, había soplado algo más
que de costumbre y ofuscada por la bebida, había
olvidado ponerse la ‘malla’.
La moraleja de esta historia es de triple aspecto:
si se tiene talento, pronto o tarde sale a relucir;
no es remunerador ocultar el talento cuando se
tiene, y, finalmente, si no se consigue por simple
adición el efecto deseado, debe invertirse el
sentido y probar por sustracción.


5.
SOBRE LA POLIGAMIA (Y LOS MEDIOS DE LLEGAR A ELLA)
En muchas ocasiones, los gobiernos reflejan el
pensamiento del pueblo.
Pero, en otras, cometen equivocaciones, que, a
veces, son garrafales.
Una de las planchas más descomunales, ocurrió cuando
el gobierno de los Estados Unidos notificó a los
mormones que habían de abolir la poligamia, poco más
o menos.
Si el lector ha estudiado la historia de América,
cosa que dudo, sabrá que, originalmente, existían
razones prácticas que imponían la poligamia entre
los mormones.
La proporción de los varones, en relación con las
mujeres, era muy reducida, y para asegurar una
nutrida descendencia, no sólo se permitía, sino que
se exigía, que cada marido tuviera un número
indefinido de mujeres.
Para mi desgracia, no tuve la oportunidad de andar
por allí en aquellos tiempos, de modo que mis
conocimientos acerca de aquel período son algo
escasos; sin embargo, jamás tuve noticia de que las
mujeres mormonas se mostraran insatisfechas.

Lamento decir que esta pluralidad conyugal se halla
en vía de extinción sobre toda la tierra.
En algunos países, existían “harems”, y, en otros,
había concubinas.
En otros, aun, los hombres prescindían de eufemismos
y permutaban simplemente sus mujeres, esperando
siempre, como es natural, mejorar con el cambio.
Con todo esto, trato de demostrar que, en la mayoría
de los países, el hombre sigue practicando un
sistema transformado de poligamia, en el que lo
único cambiado es el nombre.
En Francia, por ejemplo, lo más corriente es que el
marido tenga esposa y querida.
Y es también normal, que, aparte de estas dos,
traiga otra hembra al retortero; en este caso, el
polifacético amante, el marido, hiere por igual los
sentimientos de sus dos primeras mujeres y corre
grave riesgo de morir a manos de cualquiera de las
dos, con el cuchillo del pan clavado entre dos
costillas.
En los países latinos, donde domina el pensamiento
religioso, se hace virtualmente imposible obtener el
divorcio.
No sé cómo se las componen los varones, pero el caso
es que sus actividades extracurriculares no parecen,
en modo alguno, disminuidas por las presiones a que
están sometidos.
No existe freno capaz de detener a un hombre normal,
de sangre caliente, en su inclinación hacia
cualquier chica estupenda que se ponga a su alcance,
e, incluso, un poco más allá.
Ya sé que lo que digo no es ninguna novedad, ni
siquiera una observación original; es algo que todos
los hombres comprenden y que la mayoría de las
mujeres se niegan a creer o aceptar.
No poseo datos que me permitan afirmar que todos los
maridos americanos engañan a sus mujeres.
Por el contrario, creo que, en su mayor parte, son
fieles a sus esposas, desde su punto de vista.
Con ayuda de Ernest Dowson, Horacio dice: “Te he
sido fiel, Cynara, a mi manera”.

Esta afirmación es bastante condicionada y Horacio
debería avergonzarse de ella.
Si cito a Horacio, es solamente para que el lector
se entere de que, aunque no soy más que un humilde
actor de vodevil que ha desperdiciado los mejores
años de su vida trabajando por los peores pueblos de
América, no por ello he dejado de echar una ojeada a
los clásicos, en algún momento de aburrimiento y
desesperación.
Así, el amado lector podrá darse cuenta de que,
después de haber bebido en las fuentes de la
sabiduría, puedo ofrecerle algo más que este mundano
ensayo sobre el sexo y sus ramificaciones.
Y que me perdone el adjetivo mundano en relación con
el amor.
¡Mundano!
¡Vaya palabreja para calificar esa gloriosa
experiencia que la Madre Naturaleza improvisó para
tener a la humanidad en pie, y, ocasionalmente,
acostada!
En cualquier caso, sea por temor al ostracismo
social y a las pensiones en concepto de alimentos, o
sea por el deseo de mantener a la familia unida bajo
un mismo techo, la mayor parte de los varones
reprimen severamente sus normales y básicas
apetencias.
A mi edad, estoy seguro de haber leído siete u ocho
millones de palabras dedicadas a las ansias que,
normalmente, el hombre siente por otras mujeres, que
no sean la propia.
Es bastante curioso, pero raramente he leído un
artículo en el que la mujer anhelara el amor de un
hombre que no fuera su marido.
Al marido típico, de frente cada vez más despejada,
de lentes bifocales y de barriga prominente, no
suele sucederle que su mujercita, Dios le bendiga,
se estremezca también, aunque sea castamente, al
contemplar cómo Rock Hudson o Tony Curtis le da un
beso ardiente e interminable a la linda criatura que
eventualmente está seduciendo.

¿No parece concebible que mientras está sentada en
aquel cine, comiendo cacahuetes y tratando de
limpiar la suela del zapato izquierdo de un chiclé
que ha pisado al entrar, también ella puede sentir
el deseo de hallarse en brazos de Rock o de Tony,
reemplazando a la descolorida ingenua que, uno u
otro, tratan de violar públicamente a través de
insinuaciones?
Imaginemos a una familia corriente en las primeras
horas de la mañana, cuando el marido sale hacia el
trabajo.
Antes de marchar deposita, incierto, un beso en el
rostro de la esposa, que, invariablemente, va a
parar a su oreja izquierda.
Hay que reconocer que esto no es un sustitutivo de
aquellos besos, llenos de fuego, que la daba cuando
eran novios, en la trasera de aquel Buick pasado de
moda.
Pero el marido sale corriendo hacia la oficina,
donde tratará de persuadir a la ninfomaníaca que
tiene a sus órdenes como secretaria, de que, a menos
que se trague las píldoras anticonceptivas que
subrepticiamente ha comprado en la farmacia del
barrio, tanto él como ella, se verán despedidos y
acaso tengan que pasar juntos el resto de sus vidas,
subsistiendo de la mísera pensión que el gobierno
asigna a los desempleados.
Entretanto, ¿no sería posible que, en el hogar, la
mujercita, por su parte, después de tantas sesiones
de Rock y Tony estrechando entre sus brazos a
vírgenes supuestas, echará de menos a algún hombre
más joven y más atractivo que su marido? ¿A alguien
de menos vientre y de más pelo? (Me refiero al pelo
de la cabeza, y no al del vientre).
Mientras se está divirtiendo en la oficina, el
marido no piensa ni por asomo que también su mujer,
especialmente si los chicos están en la escuela,
puede tener innumerables tentaciones al cabo del
día.
Ella tiene, como él, unos corpúsculos rojos que
fluyen a través de sus venas.

También a ella le gustaría experimentar una vez más
la sensación de sentirse estrechada entre unos
brazos velludos y musculosos.
Ya no siente emoción alguna cuando la besa
mecánicamente por la mañana ni cuando regresa
indiferente por la noche, después de un agitado día
de trabajo.
Y allí están el carnicero, el lechero, el cartero y
el mecánico de la televisión.
(Este último, por lo menos en mi casa, pasa más
tiempo en nuestra sala de estar que en la suya).
Algunos de ellos son jóvenes, afables y aptos para
la aventura.
Acaso no vistan tan bien como Rock y Tony, y su
cabello no esté tan bien cuidado como el de ellos;
tal vez sus palabras sean menos románticas, pero
bajo su apariencia profesional, también ellos son
hombres y sienten las mismas pasiones y los mismos
deseos que los héroes de la pantalla más cotizados.
“El placer del amante, como el del cazador, se basa,
desgraciadamente, en la caza, y la belleza más
rutilante pierde la mitad de su encanto, como la
flor su perfume, cuando la mano anhelante puede
alcanzarla con demasiada facilidad.
Ha de haber duda; deben existir dificultades y
peligros”.
(Sir Walter Scott).
Estoy muy reconocido a Sir Walter.
Es éste un fragmento clásico como pocos he
encontrado en mi larga vida, y me alegro de que sea
del dominio público, porque así no tengo que pagar a
ningún cochino editor por transcribir la cita.
Sir Walter dice en cinco líneas lo que yo he estado
intentando explicar en cinco páginas.
Es evidente que el tipo medio del varón no ha
experimentado grandes cambios desde que Sir Walter
escribió estas inmortales palabras.
Sigue siendo malo.
Continúa teniendo la moral del más promiscuo
mestizaje.

Espero que el lector comprenda que cuanto he escrito
sobre las esposas, no es, en su mayor parte, más que
una conjetura, y que, por lo tanto, no ha de ser
tomado demasiado en serio.
En el fondo, creo que la mujer se halla
relativamente satisfecha con su propio mundillo: las
amígdalas de los chicos, las notas de la escuela,
alguna película, el bridge o el gin rummy, y su
marido, el patán que, mientras escribo esto, está
boca arriba en el diván, roncando de un modo
estremecedor.
¿Y qué vamos a decir de ese bruto que yace ahí
inquieto, con la boca abierta y los brazos colgando?
De vez en cuando, emite un gruñido más fuerte, que
refleja alguna idea que cruza por su magín.
Si el lector es aficionado a los animales, sabrá que
los perros suelen gemir y moverse convulsivamente
mientras duermen; esto significa que están soñando
en aquellos viejos tiempos en que eran lobos y la
gozaban cazando.
Y esto es, amigo mío, lo que precisamente está
soñando el cabeza de familia antes mencionado.
El hombre es incorregible.
Su primer contacto con la chica de sus sueños puede
tener lugar en la iglesia un domingo por la mañana,
en una partida de tenis o en el restaurante donde
acostumbra a almorzar diariamente (con postre, 25
centavos más).
Las chicas, como todos sabemos, se encuentran en
todas partes, y, por lo tanto, en cualquiera de
ellas puede recibir el hombre el flechazo del amor.
¿Qué fue lo que le atrajo? ¿Sus ojos? ¿Sus piernas?
¿Fue algo misteriosamente femenino que poseía ella y
las demás no? Es joven, linda y romántica, y tiene
una conversación muy inteligente.
A medida que se conocen más íntimamente (en el buen
sentido, claro), van descubriendo ambos que se
sienten felices hasta el éxtasis cuando están juntos
y enormemente desgraciados cuando están separados.

Y luego, oh, feliz momento, si ella es bastante
lista y no le presenta a su madre antes de tiempo,
acaban por contraer matrimonio.
No importa que conozcan muchos matrimonios, felices
y desgraciados; a ellos les parece que nada puede
alterar la felicidad que sienten ahora con su mutua
compañía.
Estoy seguro que si llegaran a tener alguna duda o
algún presentimiento, acerca de su felicidad futura,
ni el padre de la novia sería capaz de arrastrarles
al altar.
Nadie ignora que el amor juvenil es una forma
pasajera de locura y que su único tratamiento eficaz
es el matrimonio.
Cuando se piensa en las trampas y los obstáculos que
les esperan, parece increíble que haya tantas
parejas que siguen casadas.
Hay tantas contrariedades que superar: la
intromisión de los niños en momentos inoportunos, la
intrusión de los niños en todo momento, el vuelco
del cubo de la basura, y el dinero.
No hay que desdeñar nunca la importancia que tiene
el dinero.
A menudo se dice que el dinero no hace la felicidad,
y es una verdad innegable, pero, en igualdad de
circunstancias, siempre es agradable no andar
escasos de ese elemento.
Cuando el matrimonio cobre serenidad, la cuestión
sexual retrocede a sus normales proporciones.
¿O acaso no es así? Bueno, diremos que ya no tiene
la importancia que tuvo durante aquellos tres
maravillosos días pasados en las cataratas del
Niágara, o aquel fin de semana en un motel de San
Antonio.
En todo caso, yo opino que en el promedio de los
hogares con más de cinco años de existencia, hay más
discusiones y disgustos por el dinero, que por
cualquier otra cuestión.
Un conocido doctor, uno de mis amigos más cínicos,
me explicaba en cierta ocasión que uno de “sus”
amigos más cínicos (un famoso Casanova europeo), se
envanecía de su feliz matrimonio, atribuyéndolo al
hecho de que había practicado constantemente el
adulterio.
En su singular “patois” vienés, el amigo del doctor
explicaba:
—Aunque estoy enamorado de mi mujer, considero que
el matrimonio es una cuestión práctica.
Cuando soy infiel a mi mujer, como es natural, me
siento culpable.
Y cuando me siento culpable, alivio mi conciencia
comprándola un buen regalo: una joya, tal vez un
nuevo coche o, si se tercia, un abrigo de pieles.
Si no me siento culpable, todo lo que mi conciencia
me permite, en el mejor de los casos, es gastarme
unas libras comprando caviar ruso.
Estoy convencido de que ella ignora mis
indiscreciones, pero, aunque no fuera así, ¿no sale
ella mejor librada que la mayoría de las esposas,
cuyos maridos les son fieles, pero nunca les regalan
nada?
Es posible que éste sea un caso excepcional.
El promedio de los maridos no están en condiciones
de calmar su conciencia por medio del soborno.
Ésta es una artimaña que sólo pueden permitirse los
que son muy ricos.
Concluiré este capítulo con una cita de Lord
Chesterfield, que lleva muchos años fabricando uno
de los mejores cigarrillos de América, y que, aunque
estuvo tentado de hacerlo varias veces, nunca ha
dejado de producir cigarrillos con filtro.
Decía el Lord: “Existen dos objetivos en el
matrimonio: amor y dinero.
Si te casas por amor tendrás, sin duda, tus días
felices, y si te casas por dinero, no tendrás días
felices, ni, probablemente, días apurados”.
En mis buenos tiempos, había leído sentencias más
iluminadas, pero no hay que olvidar que Lord
Chesterfield está metido en el negocio de la reventa
del tabaco y es probable que tenga los sesos algo
turbios a consecuencia de sus propios humos.


6.
SOBRE EL CUERPO HUMANO
Cada año leo artículos entusiastas y optimistas, en
los que se describen los nuevos automóviles que
aparecerán la temporada siguiente.
Se vaticina que llevarán el motor detrás, que los
asientos serán de formaldehido, las carrocerías de
molibdeno y los volantes de repostería (para casos
de hambre en viajes largos).
Y yo me pregunto, si esa gente de Detroit es capaz
de sacar un modelo nuevo cada año, ¿por qué no
fabrica nadie un nuevo hombre? Si hay algo en el
mundo que precisa ser mejorado, ese algo es sin duda
el hombre.
Si el modelo corriente es la obra maestra de la
Madre Naturaleza, es evidente que esa buena señora
está un poco caduca y necesita pasar algunos años en
una buena escuela de ingenieros.
Empezaremos por abajo y avanzaremos en sentido
ascendente.
Ahí están los pies.
Los pies carecen totalmente de belleza.
¿Sería capaz, alguno de los lectores, de invitar a
salir a una chica que se pareciera a sus pies?
Claro que no.
Generalmente están retorcidos y deformados, de tanto
tropezar con piedras y muebles, y exigen
continuamente zapatos nuevos, calcetines, plantillas
ortopédicas, esparadrapo y tijeras para las uñas.
Trasladémonos ahora, por un momento, al mundo de la
fantasía, y supongamos que nos crecen los pies en
forma de ruedas.
¿No sería esto el acontecimiento científico del
siglo? Podríamos ir rodando a ver a nuestros amigos,
podríamos rodar hasta el supermercado, y, por la
noche, cuando llegáramos a casa de trabajar, nuestra
mujer nos acoplaría un aspirador al cuello y nos
utilizaría para limpiar las alfombras.
Ascendemos luego setenta centímetros, y ¿qué
encontramos? Un flácido muslo.
Entonces, descenderemos un poco.
¿Qué es lo que veremos? Eso es; la rodilla.
Nadie ha sido capaz de averiguar cuál es la razón de
ser de la rodilla.
Escasamente merece la pena de que nos ocupemos de
ella.
Funcionalmente, es una desgracia.
Se descoyunta constantemente y requiere una
extraordinaria atención.
Es cierto que, en otros tiempos, la rodilla
desempeñaba un importante papel en la práctica
galante.
Cuando el enamorado declaraba su amor a la muchacha
de sus sueños, se deslizaba del sofá y quedaba en
una extraña postura, con una rodilla apoyada en el
suelo.
De todas formas, el invento del motor de explosión
dio al traste con todo esto.
El asiento trasero de un coche en un lugar solitario
y oscuro, resultó mucho más conveniente que el viejo
sofá.
Al cabo de unos años, el sofá se había convertido en
una inútil antigualla y la chica de los ensueños
tenía tres o cuatro chiquillos.
El vientre, o barriga, es una prominencia del cuerpo
humano, especialmente cuando el cuerpo humano bebe
mucha cerveza.
En cualquier caso, estoy seguro de que un diseño más
inteligente se hubiera reflejado en una mayor
eficiencia.
El vientre cumple dos cometidos: retiene lo que
comemos, y, lo que es más importante, sostiene
nuestros pantalones.
Desgraciadamente, tenemos que respirar, lo que
significa que cada vez que aspiramos, los pantalones
descienden de cinco a diez centímetros, quedando a
media asta.
Esto podía haberse evitado fácilmente prolongando
diez centímetros por cada lado, los huesos de las
caderas.
Entonces los pantalones colgarían de forma natural,
sin necesidad de cinturón o tirantes, y su parte
trasera no formaría ese fondillo que parece contener
tres o cuatro sartenes.
Cuanto menos digamos de los brazos, mejor será.
Brotan sin razón alguna, se balancean, adelante y
atrás, sin motivo aparente, y dan a su propietario
un aspecto grotesco e incompleto.
Incluso el orangután, al que se supone muy por
debajo del hombre en la escala social, se halla
mejor dotado.
Los brazos del orangután adulto tienen la longitud
suficiente para llegar al suelo sin necesidad de
agacharse, y permiten al simio arrancar plátanos del
árbol mientras pasea por la calle; eso, por no
mencionar la posibilidad de recoger colillas y
monedas de la acera, sin perder la dignidad.
El cuello es un breve canal de drenaje que nace de
entre los hombros y muere debajo de la cabeza.
Generalmente está adornado con un bocado de Adán y
el cuello de una camisa, más bien sucia.
El bocado de Adán es una especie de bola de pequeñas
dimensiones, que corre arriba y abajo por la parte
delantera del cuello, en desesperada busca de
compañero.
Es una desgraciada monstruosidad, que la naturaleza,
descontenta de su obra, ha abandonado sobre
nosotros, y no podemos hacer nada por remediarlo.
Ciertas personas tratan de ocultarla por medio de
una corbata, pero, en la mayoría de los casos, la
corbata es aún más antiestética que el bocado de
Adán.
El cuello humano sería mucho más práctico, si
estuviera montado sobre cojinetes de bolas.

De este modo, la cabeza podría girar en redondo
sobre su eje, y, de ser necesario, volver
eventualmente a su posición original.
Con una cabeza giratoria, el hombre podría andar por
la calle y seguir con la mirada a una buena hembra
que se cruzase con él, sin necesidad de interrumpir
su marcha, de no ser que la hembra en cuestión
hiciera aconsejable una variación radical de rumbo.
Por otra parte, con la cabeza vuelta hacia atrás, se
reduciría también el peligro de tropezarse con
indeseables, y, ocasionalmente, con la propia mujer.
Y ya que mencionamos a la mujer, nos referiremos
ahora a los dientes, centinelas de la boca.
Un hombre normal invierte la mitad de su salario en
su familia, el veinticinco por ciento en juerguearse
y el veinticinco por ciento en el dentista.
Echemos una mirada en la boca de un hombre que acaba
de celebrar su cumpleaños número cincuenta.
¿Qué es lo que vemos? Aparte de un fragmento de
tarta, apreciamos una miscelánea de parches y
añadiduras: rellenos de cemento, fundas de
porcelana, paladar postizo, etc.
En realidad, podemos hallar casi de todo, salvo
dientes.
¿Pero podemos culpar a éstos de lo que pasa? ¡No,
claro que no! Los dientes se caracterizan
precisamente por su inocente pasividad.
Nadie les ha preguntado si querían formar parte de
la boca.
Y si estuviéramos construidos por procedimientos
científicos, ni siquiera tendríamos boca.
Acaso el lector se pregunte cómo comeríamos.
Francamente, no lo sé, pero meditaré sobre ello en
mi próximo week-end.
Y llegamos ya a la gloriosa cima del hombre: el
cabello.
La parte alta de la cabeza es, según parece, el
único lugar donde el cabello no prospera
sustancialmente.
En muchos casos, la superficie craneana está
totalmente cubierta por una pelusa muy clara o,
simplemente, tan despoblada como el Valle de la
Muerte.
Es posible que un cultivo científico contribuyera a
resolver este problema.
Los agricultores, aprovechando el tiempo que les
quedaba cuando no estaban en Washington solicitando
subsidios para su trigo y su maíz, descubrieron ya
hace tiempo que, de no llevar a cabo la rotación de
las siembras, sus tierras se perjudicaban.
Por ejemplo, si un año sembraban trigo, al siguiente
plantaban maíz o berzas, o, en caso de apuro,
berenjenas.
¿No parece, pues, razonable la idea de que el cuero
cabelludo podría responder a un tratamiento
semejante? En invierno podríamos cultivar cabello en
la cabeza, y, luego, en primavera, cuando los pelos
empezaran a adelgazar y a caer en la sopa, después
de un buen roturado, podríamos plantar habichuelas.
Recomiendo particularmente las habichuelas porque
crecen ensortijadas y alcanzan una buena altura;
además, requieren muy pocos cuidados.
Al llegar octubre procederíamos a la recolección y
nos comeríamos la cosecha con butifarra.
Al año siguiente haríamos lo mismo, pero con berzas.
Nada impide que el hombre tenga pelos en la cabeza
en invierno, y berzas, en verano.
(Sólo vislumbro alguna complicación en aquellos
casos en que el individuo tiene ya cabeza de melón o
cabeza de alcornoque).
Podía seguir indefinidamente señalando espantosos
errores cometidos por la Madre Naturaleza, pero el
tiempo es oro.
Si los lectores se consultan recíprocamente con
atención y honestidad, estoy seguro de que
concluirán admitiendo que cuanto he dicho acerca del
cuerpo humano, es, en todo caso, menos de lo que se
merece.


EPÍLOGO
DESDE MI MECEDORA
En la penumbra puede observarse la presencia de un
despojo de hombre, marchito y arrugado, que se
balancea incesantemente sobre una caduca mecedora.
Es el que fue nuestro trasnochado conquistador.
De vez en cuando, da una chupada a su vieja pipa de
espuma de mar.
En la chimenea, las llamas se extinguen lentamente.
Las pavesas que relucen en ella parecen simbolizar
las pasiones que otrora dieron calor al corazón de
nuestro Lotario.
Una débil sonrisa ilumina su semblante, al pensar,
una vez más, en sus numerosas conquistas; en las
bellezas internacionales que capitularon ante su
mirada fascinadora y su garbosa figura.
En su memoria danzan las afortunadas que no supieron
negarle sus favores.
Las desgraciadas que le rechazaron, siguiendo los
designios de un hado estúpido, que las privó de una
felicidad que pudo ser suya, si hubieran tenido el
valor suficiente para aceptar su reto de nadar
juntos en el mar de las pasiones, danzan también en
su recuerdo, pero lo hacen con menos alegría.
La sonrisa se acentúa cuando piensa en los airados
maridos y las ninfomaníacas, que tuvo que esquivar
con mayor o menor fortuna.
Nuestro héroe no tiene de qué arrepentirse.
Pasó su vida bebiendo largamente en la fuente del
amor, y tomó para sí, liberal e imparcialmente, los
suculentos frutos que sólo esperaban a un hombre
audaz, sin miedo a la vida e indiferente a los
peligros que acechan desde unos brazos femeninos.
De haberlo querido, pudo haber sido un magnate de
los negocios, un jefe en el ejército, un Hamlet en
el teatro y tantas otras cosas, pero desde su más
tierna infancia quedó señalado por un destino
erótico.

Sabía ya que la obra de su vida quedaría marcada por
una incesante sucesión de tentadoras y artificiosas
hembras.
Acaso, también, pudo ser un gran cazador; pero no un
vulgar cazador de osos y elefantes, y menos aún de
leonas gestantes.
El ideal del cazador que tiene todo el mundo, es una
figura juvenil que nunca creció y jamás lo hará.
Es un muchacho que nunca llegará a ser hombre.
Penetra en la selva ataviado convencionalmente, con
su carabina, su machete y su servidor negro de pelo
ensortijado.
Va dispuesto a matar a cualquier inocente animal
indefenso, que, todo lo más, contará con unos
colmillos y unas desafiladas garras.
¿Puede ser ésta la meta de un varón hecho y derecho?
¡Hombre, no! Como tampoco lo sería poseer a una
mujer, sometiéndose para ello a los sagrados lazos
del matrimonio.
De todos es sabido que apenas existe una hembra
capaz de resistir la mano que le ofrezca en
matrimonio cualquier imbécil dispuesto a matarse
trabajando para mantenerla.
El hacer el amor a la mujer propia, es como cazar
patos en el suelo.
El “connoisseur” del sexo, el verdadero misógamo, se
mofa de unos trillados senderos del amor.
Desea lo que desea, pero de un modo fugaz.
Para él, el anillo matrimonial es una pesada cadena.
Es cierto que le atrae el palpitante cuerpo de la
mujer, pero sin anillos de platino ni
comprometedoras alianzas.
Cuando ella se rinde, él sale corriendo a asediar
otras fortalezas.
Con las gracias naturales que le adornan, no tiene
problemas.
En sus manos, las mujeres son como cera derretida
que se consume ante sus ojos.
Las trata a todas según se merecen.
Éste es el verdadero cazador.

Pero, ¿a qué seguir? Ha sido una larga y deliciosa
charada.
Aunque ahora ya no es más que un viejo libertino, no
por ello ha perdido su sabiduría.
Tiene plena conciencia de la decadencia sexual que
la edad impone imparcialmente a héroes y cobardes, y
conoce perfectamente sus propias limitaciones.
Se da cuenta de que el crujido que oye no procede de
la mecedora, sino que sale de su achacoso organismo,
que se queja como puede.
Sus conquistas y sus victorias, aunque no
enteramente pírricas, exigieron su inevitable
tributo.
Las pavesas que aún resplandecían entre la ceniza
han acabado por extinguirse.
Los párpados le pesan cada vez más, y, a poco, queda
sumido en un profundo sueño.
No, caro lector; no ha muerto.
Pero, como tú y yo sabemos, también pudo ser así.



Fin


Groucho Marx

Epitafio desde su tumba.
"Perdonen que no me levante"